Los inviernos no solían ser fríos, apenas un airecito fresco se atrevía a recorrer de vez en cuando el pueblo, haciendo que sacáramos, de entre los baúles olvidados, la ropa gruesa de invierno. Aunque tan gruesa no era, pero era suficiente para de esa brisita invernal que a veces aparecía.
En las noches de Julio, en las pequeñas vacaciones de medio año, mi madre y mis hermanos solíamos reunirnos sobre una cama grande para cantar. Allí nos acostábamos los cuatro.
Era la época de los apagones. Era la época del terrorismo y del toque de queda. Era la época en la que teníamos que estar metidos desde temprano en casa, sin poder salir a jugar con los amigos del barrio.
En el techo de la habitación, sobre la gran cama de mis padres, había una pequeña ventana cubierta de plástico transparente, por la cual se podían observar las estrellas. Nosotros nos recostábamos de espaldas uno al lado del otro, buscando siempre estar todos cerca de mamá. Ella ponía una lámpara de kerosene en la cabecera de la cama, cogía su cancionero criollo, nos miraba con dulzura y empezaba a cantar. Todos la seguíamos. Cantábamos canciones criollas de todas las épocas, desde las más antiguas hasta las más recientes. Melodías salidas del pueblo, de los jirones populares, melodías mestizas, canciones de amor y de vida, canciones con guitarra y cajón, canciones con muchas razas y sangres entremezcladas en sus notas. Esas eran las canciones que se oían en mi antigua casa de adobe y paredes altas. Esas eran las melodías que nadie más oía sólo nosotros, la noche y las estrellas. Estas últimas, que apenas se traslucían por ese opaco plástico de la ventana del techo.
Mi madre iniciaba la canción con la primera frase. Nosotros tarareábamos torpemente, tratando de recordar las letras, a veces, sin mucha suerte. Aquellas letras que en días o años anteriores debió enseñarnos. Nuestras voces pequeñas, chillonas aún, inmaduras y suaves la seguían, haciendo un coro algo dispar, con tonos disparejos. Unos subiendo, otros bajando, pero eso no era lo importante, lo hermoso era que a través de esas canciones estábamos unidos, una sola voz, un mismo sentimiento, un solo amor.
Con el transcurrir de los años, con el crecimiento, con la madurez, esos sentimientos de infancia y apego a la familia nuclear se fueron transformando. Las canciones en las noches oscuras pasaron. La vida transcurrió. Una marejada de tiempo se nos vino encima y anduvimos sobre él. Cada uno de nosotros siguió su rumbo buscando su destino, su vida. Cada uno de nosotros fue por los años cantando, algunas veces solos, algunas veces con alguno de sus ex compañeros de coro, algunas veces con los recuerdos.
Llegaron nuevos amores, llegaron los hijos, llegó la nueva familia. Pero esos sentimientos que alguna vez se forjaron entre noches de cantos no se fueron. Esos sentimientos, que alguna vez se compartieron entre canciones, renacen como una semilla que estuvo guardada en el corazón y que al ver tierra fértil se vuelca a la vida con los nuevos amores, con la nueva familia. Sin olvidar y sin dejar de amar a la familia original, pero mirando hacia un horizonte distinto, hacia un horizonte a donde encaminar a los nuevos cantores que nos trae la vida.
Una canción a las estrellas puede ser una canción que transforme una vida. Una canción en una noche de vela puede transportar el amor a través de las generaciones.