Los
niños siempre soñando ser mayores y los mayores siempre anhelando volver a ser
niños. Muchos perdemos el corazón inocente y alegre de nuestros primeros años
de vida y nos volcamos a la vida adulta a portarnos como hombres serios,
hombres con responsabilidades, hombres que viven tan apurados el día a día
olvidándose de que las cosas sencillas pueden ser tan importantes. Cuanto necesitamos
a veces pensar y sentir como niños. Pensar como “El Principito” de Saint
Exupéry, pensar que una rosa puede perfumar nuestro mundo, pensar que lo esencial
es invisible a los ojos.
Las miradas se cruzaban dentro del asiento trasero del auto amarillo, las manos se tocaban y se acariciaban suavemente. Si el amor y el deseo se pudieran respirar estos hubieran estado a punto de sofocarlos por la abundancia que podía brotar de sus miradas, de sus caricias. Se acercaba la hora de la despedida y ninguno quería decir una palabra más, querían estirar el tiempo, zambullirse en él y nadar hasta la orilla del destino que habían soñado. Un destino que sólo era posible en sus sueños, pero sabían que la realidad a la que se acercaban se los iba a arrancar tan abruptamente sin que ellos pudieran hacer nada. Sólo verían con tristeza como poco a poco irían desapareciendo las ilusiones tras la faz de la vida verdadera.
El taxi volteó la esquina. Ella se
quedó en silencio un minuto, mirando a la nada, se soltó discretamente de su
mano y volvió a mirarlo. El taxi anduvo lentamente unos metros frente al
Colegio Central, pero otra vez la congestión vehicular de esa hora hizo que se
detenga la marcha. Antonio miró impaciente la larga fila de autos que estaba delante
de ellos, de pronto, ella abrió la puerta y se bajó presurosa en un rápido
movimiento que a él no le dio tiempo de reaccionar. Ella caminó rápidamente
hacia la vereda y se perdió entre la multitud. Antonio la siguió unos segundos
con la mirada pero luego desapareció de su vista. Él quiso bajarse del auto,
pero se arrepintió. Tenía que dejarla ir, eso era lo que debía pasar. La vida
de ambos debía seguir, debían volver a su realidad.
El taxi había ingresado al centro de
la ciudad, a las estrechas calles del centro histórico, donde la congestión de
esa hora hacía lenta la marcha de los autos. La noche había empezado a llegar
hace poco rato. Era día de luna llena, mejor dicho era noche de luna llena. Eso
había visto Antonio antes de salir de su casa aquella tarde. A él le gustaban
las noches de luna llena, de luna grande e iluminada, de luna misteriosa.
Cuando tiempo atrás había hecho el intento de escribir algún poema ella, la luna, aquel astro ceniciento y mágico siempre resultaba metida en alguno de sus
versos, y es que ella era una de sus fuentes de inspiración. Luna llena tiempo de
amantes, Luna llena inspiración para el alma, Luna llena que has visto lo que
nadie más vio, Luna llena que fuiste testigo y cómplice de la locura que esos
dos chicos volvían a repetir por última vez antes del viaje que en unas horas
más los volvería a separar.
Las miradas se cruzaban dentro del asiento trasero del auto amarillo, las manos se tocaban y se acariciaban suavemente. Si el amor y el deseo se pudieran respirar estos hubieran estado a punto de sofocarlos por la abundancia que podía brotar de sus miradas, de sus caricias. Se acercaba la hora de la despedida y ninguno quería decir una palabra más, querían estirar el tiempo, zambullirse en él y nadar hasta la orilla del destino que habían soñado. Un destino que sólo era posible en sus sueños, pero sabían que la realidad a la que se acercaban se los iba a arrancar tan abruptamente sin que ellos pudieran hacer nada. Sólo verían con tristeza como poco a poco irían desapareciendo las ilusiones tras la faz de la vida verdadera.
Por unos minutos se miraron en silencio,
luego ella dijo:
—Las despedidas son tristes,… pero
se que te volveré a ver…
—Déjame estar unos minutos más contigo, vamos, déjame invitarte un cafe—le dijo él, queriendo retenerla
unos minutos más en su vida.
—No, Antonio, lo siento, mi tiempo se
acaba, ya falta poco para el viaje. Mis maletas, mis padres, mis hermanas,
tengo aún muchas cosas que hacer y sólo me quedan tres horas antes de partir.
—Dame sólo diez minutos más,
ellos te han visto tantos días y yo sólo he podido tenerte un par de noches. Dame unos cuantos minutos más —insistía
él, poniendo toda su voluntad y esperanza en esas palabras.
La marcha seguía lenta dentro de las
calles estrechas del centro de la ciudad. En la radio sonaba la música de la época
en que Antonio se sintió enamorado por primera vez. Apenas tenía diez años cuando
eso pasó, pero estaba tan ilusionado que pensaba que ni cien años le alcanzarían
para brindar todo lo tan bello que sentía por aquella niña de los ojos café. Ese
amor de niño en camino a la adolescencia, ese amor que sólo fue de los
platónicos, ese amor que surgió entre juegos y bailes de marinera. Jugando a
las escondidas, él siempre buscaba ocultarse donde ella lo hacía. Ese amor a
quien le robó un beso detrás de aquel cuarto oscuro bajo las escaleras de su
vieja casa donde se escondieron para no ser “ampayados” y del cual, él, sólo
recibió un empujón por el atrevimiento de tocarle los labio. Era un niño, pero
cómo la quería. Ese amor que terminó cuando ella se fue, sin él enterarse ni
cuando, ni a donde, sólo se fue. Ese amor al que él, después de dos años de que
ella se hubo ido, seguía fiel. Cada tarde después del colegio pasaba por la
puerta de su casa soñando que algún día regresaría. Cuando le llegó la
adolescencia, él casi había olvidado a la niña de los ojos café, aunque nunca
dejaba de pasar por lo menos una vez al mes por su casa. Quizás algún día
vuelva, pensaba ya con resignación.
La música de los ochenta lo acompañaba
también esta vez en el último viaje que hacía con ella, con su amor platónico
de la adolescencia. Ese amor que le había hecho olvidar definitivamente a la
niña de los ojos café. Ese amor que había desplazado a tantos otros amores
reales y platónicos que había tenido en su vida. Ese amor que había durado más
de quince años. Quince años de sueños. Sueños que una madrugada de Abril
se volvieron, de una manera muy singular, realidad. Sueño del que ahora tenía
que despertar, sueño de dos días de otoño.
—En el primer semáforo en rojo
me bajo. Suéltame, por favor, y ya no me mires así que sino no me iré nunca, no me hagas
más difícil el separarme de ti —le
dijo ella con voz suave, con voz de no querer dejarlo, con voz de querer
quedarse a su lado.
—No quisiera te vayas nunca ¿Porqué, si apenas te tengo, ya te voy a perder?, ¡No es justo! —le dijo él, mirándola como si con el
hecho de sólo poner sus ojos sobre ella pudiera detenerla, pudiera hacerla
parte de sí.
—Ya no me mires así, déjame ir,
eres un tonto, tú tienes la culpa por escribirme esas cosas, tú tienes la culpa
por mirarme así y despertar este sentimiento inexplicable que ahora siento por ti.
El semáforo se puso en rojo, y él atrayendo su mirada para que no viera la luz del farol de transito, la luz que
haría que se vaya una vez más de su vida, le dijo:
—Sólo te escribía lo que
sentía, lo que he tenido guardado tanto tiempo esperando éste momento que
siento ahora como un sueño. —Él se
refería a las cartas, las benditas cartas que él le había escrito en los
últimos meses al saber que ella volvería a la ciudad y con las cuales había
hecho encender ese amor con el que Antonio había soñado tantas noches de su
adolescencia. Cartas que la enamoraron, que la ilusionaron. Cartas con las que se
sintió amada de una manera tan especial como nunca antes lo había sentido. Esas
cartas que habían provocado aquel reencuentro de dos días.
El semáforo cambió a verde justo en
el momento en que ella lo miraba.
—Ésta en rojo —dijo ella queriendo bajar del auto.
—No, ya no. Lo estaba. Quédate
unos minutos más a mi lado —le
dijo él, tomándole suavemente de la mano, reteniéndola unos segundos más.

La congestión había
terminado. El taxi avanzó, siguió su camino hacia la casa de Antonio.
Desconcierto, tristeza, rabia, y muchos sentimientos más se apoderaron de su
rostro que, desencajado por la abrupta partida, sólo atinaba a tratar de jalar
una sonrisa que no pudo lograr. La tristeza era tan fuerte, tan fuerte, otra
vez se había ido de su lado, otra vez sin despedirse como cuando se fue de su vida siendo aún adolescentes.
Su celular sonó. Un suspiro brotó de
la profundidad de su ser. Sacó el aparato. Era un mensaje de ella: “No puedo
despedirme de ti, otra vez pasó, es difícil decirte adiós, sólo te pido no te tardes.
Te estaré esperando. Prometiste que nos volveríamos a ver. Te dejo un beso que dure
un año, se que antes de ese tiempo te volveré a ver. Espero que sepas lo que
desde ahora significas para mí.” Antonio leyó otras quince veces más el
mensaje, una sonrisa triste salía de su rostro y se estrellaba con la noche. El
taxi llegó a su destino. Antonio ya no oía la música del auto, ya no oía al
mundo, solo oía su voz suave, la que le dijo tantas cosas bellas en aquella
madrugada de locura y pasión, en aquella tarde de despedida. Sacó
instintivamente cinco soles de su bolsillo y se los dio al taxista, caminó
hacía la entrada de su casa sintiéndose parte de un mundo que no era el real,
de un mundo que construyeron a escondidas, de un mundo que fue tan lindo y tan
fugaz, de un mundo que en ese instante finalmente desapareció y se fue a vivir
en el fondo de sus esperanzas, ha esperar ser reconstruido nuevamente algún
día.
Horas antes, Antonio, estuvo parado
esperándola salir de su casa. La esperó lejos, nadie debía verlos. Era un amor
clandestino, un amor que el mundo no conocía, ni debía, ni tenia porque
conocer. Era un amor sólo de ellos. Sólo ellos conocían su historia, sólo ellos
rompieron los miedos y las reglas y se atrevieron a amar sin importarles el
mundo, sin importarles que apenas se habían visto dos días luego de tantos años
de lejanía. Luego de tantos años de que él la amara en silencio a lo lejos y luego
de algunos meses en que ella empezó a soñarlo, a recordarlo y amarlo a través de
las cartas que él le enviaba semanalmente.
Antonio no la vio llegar esa tarde. Ella
se acercó por detrás, y con una sonrisa le dijo, Hola, ¿cómo estás?, y, Hola,
¿cómo estás?, fue la respuesta que oyó de él. Caminaron un poco, y fueron por
unos minutos como dos adolescentes enamorados y tímidos en su primera cita,
apenas podían hablarse. Él le preguntó más de una vez lo mismo, y ella que
siempre hablaba tanto, apenas si podía conversar. Dos cuadras más allá aún
seguían en su actitud de adolescentes enamorados y tímidos.
—¿Qué nos pasa?, ¿cuántos años
tenemos?, tenemos treinta años, no debemos comportarnos así —dijo ella.
—Tienes razón, qué carajo nos pasa
—dijo él en tono suave y
sonriente.
Luego se adelantó unos pasos, se
paró frente de ella y le robó un beso en medio de la avenida, delante de los
autos, delante de la gente, delante de la vida que otra vez los había reunido.
Una mirada profunda siguió al beso, luego otra vez el silencio. Dos pasos más
allá volvieron a conversar.
—Estaba triste anoche por eso
te llamé, me sentía sola a pesar de la compañía de mis primas, pedí una jarra
de cerveza y
les dije que ésa era sólo para mi, que no me molestaran, me senté a
alcoholizarme, a odiarlo por haberme engañado, a odiar los minutos y días
fingidos de tener una buena relación, éramos la pareja feliz delante de todos,
mientras yo sabía que todo se estaba desmoronando. Tantos años perdidos con él,
con alguien que no tiene la valentía de poder decir ya no te quiero. Yo le dije
que si había otra persona que me lo dijera, que entendería que quizás él no
puede esperar tanto tiempo estando sólo, manteniendo una relación a la
distancia, pero lo negó, a pesar de todos los indicios que se veían, lo negó.
Por eso estaba alcoholizándome. Y pensé en ti, recordé como me miraste aquella
vez en el café, en nuestro primer día de reencuentro después de tantos años. Recordé
como se me escarapeló la piel cuando tu mirada profunda llegó hasta algún punto
que no pude controlar. Casi nadie ha logrado que baje la mirada de esa manera,
casi nadie ha hecho sentirme como me sentí contigo aquella mañana. Por eso te llamé, ves eres un tonto, porqué me hiciste sentir eso, porqué me
hiciste soñar de nuevo, porqué dejaste que te vaya a ver a las tres de la
mañana, porqué me amaste de esa manera hasta el amanecer…
La caminata por la avenida
continuaba y él no pudo aguantar más y le dijo:
—Perdóname.
Y ella mirándolo con extrañeza le
preguntó:
—¿Perdonarte, porqué?
Y volvió a besarla nuevamente en la
avenida, delante del día. Antes de que fuera noche de luna llena, antes de
volver a amarse clandestinamente.