Era mediodía de un
invierno que ya se despedía. El sol en todo su esplendor hacía sentir el suave calor
de sus rayos verticales cayendo tímidos sobre la ciudad. Los primeros días de Septiembre habían
empezado, trayendo consigo un airecito fresco que andaba susurrante entre las grises calles y avenidas, revoloteando las hojas y desechos que encontraba a su paso.
Recostado en el
muro frontal de la azotea de su casa, José Ignacio, miraba la calle
contemplando todo lo que en ella sucedía. Por momentos su mente volaba y se
perdía en sus preocupaciones. En esos días algo importante rondaba por su cabeza.
Ese año terminaría el colegio y debía tomar una decisión sobre lo que haría el
resto de su vida. Él sabía que debía ir a la universidad, pero aún no tenía
claro que carrera iba a seguir. Esa era una decisión difícil para un chico de
quince años. José Ignacio tenía tantas opciones en la cabeza, quería hacer
tantas cosas, que a veces pensaba que ni una vida, o quizás ni dos, le
alcanzaría para lograr todos sus sueños. La indecisión marcaba sus pensamientos
por esos días.
Su familia había
alquilado no hace mucho un segundo piso y la azotea de una casa en una
urbanización de clase media. Aún no tenía amigos en el vecindario y apenas
había hecho algunas amistades en el colegio pues con la mudanza también llegó
el cambio de colegio.
La azotea se había
convertido en su punto de descanso y meditación durante esos días. Desde allí
podía divisar toda la avenida. Observaba la gente y los autos pasar mientras se
refugiaba en sus pensamientos. Desde allí también podía ver el cielo cerúleo y
el deambular del sol a través de la tarde. Pero ese día algo inesperado cambio
su vida. En la acera de al frente, al otro lado del sardinel de la avenida, un suceso le llamó la atención. Un pequeño perro
se había puesto a ladrar frenéticamente a una jovencita vestida de uniforme que
se quedó paralizada por la repentina acción del can. El evento no duró mucho
pues a los pocos segundos un señor alto y gordo salió de una de las casas y llamó
al perro, el cual dejó de ladrar y se metió corriendo a su casa.
José Ignacio se
quedó mirando a la adolescente, ella continuó su camino por la avenida. Su
andar cadencioso le llamó la atención. Ella notó que alguien la miraba y alzó
la vista. Sus miradas se encontraron, José Ignacio se sintió descubierto. Se
avergonzó, sintió como le hervía el rostro, se puso rojo. Rápidamente volteó la
cara hacia otro lado. Tomó aire lentamente, exhaló de la misma manera y la
volvió a mirar. Y otra vez las miradas se encontraron. Ella bajó el rostro y continuó
caminando. Se notó un ligero rubor en sus mejillas. Pasó frente a él, se detuvo
un segundo al borde de la vereda, observó a ambos lados de la avenida, dejó que
pasaran un par de autos y cruzó la pista casi corriendo. Una vez que llegó a la
otra acera caminó unos metros y se detuvo delante de un moderno edificio de
departamentos, a dos puertas de la casa de José Ignacio. Él desde lo alto no
había dejado de mirarla, observaba suspirando cada detalle de ella: tenía una figura
delgada, con piernas largas, curvas suaves y bonitas que se dibujaban en el
suave vaivén de su vestido gris de uniforme de colegio. Su tez era clara, tenía
cabellera negra y lacia que llevaba recogida por un lazo blanco lo cual le hacía
lucir su cuello delgado y firme como una pequeña torre suavemente moldeada.
José Ignacio no le quitó los ojos de encima ni un segundo mientras ella esperaba
que le abrieran la puerta. De pronto la chica de uniforme volteó y levantó por
última vez la mirada, ésta vez una pequeña sonrisa nació de su rostro y luego
ingresó al edificio.
—Es la sonrisa más
bella que he visto en mi vida… —pensó José Ignacio, dejando escapar un largo suspiro.
A partir de esa
tarde José Ignacio empezó a pararse casi a la misma hora en la azotea esperando
ver pasar a la chica del edificio. Ella aparecía siempre por el mismo camino y
más o menos a la misma hora de la tarde. Él se paraba allí, practicaba su mejor
sonrisa, trataba de que el viento no lo despeinara, practicaba su mejor mirada
y la esperaba. El corazón le palpitaba más a prisa cuando a lo lejos lograba
divisar su silueta. La reconocía a dos cuadras de distancia, su figura y su
caminar eran inconfundibles. Todas las tardes la observaba desde la azotea. Ella
recorría la avenida, pasaba frente a él, lo miraba, le sonreía, cruzaba la
pista y luego ingresaba al edificio. Siempre la misma rutina y el mismo
encuentro de miradas y sonrisas. Él era feliz con sólo verla pasar.
Pero ese encuentro
de miradas no duro mucho. Sus clases en la academia pre-universitaria empezaron
al poco tiempo, y él ya no tuvo mucho tiempo para poder esperarla pasar. Cada
vez que podía hacia lo posible por estar unos minutos en la azotea. Mientras se
alistaba, se peinaba o se terminaba de vestir, corría, se paraba un momento a
observar la avenida y regresaba a seguir con su rutina. Cuando bajaba por las
escaleras de su casa rumbo a clases, rogaba y cruzaba los dedos pidiendo poder
verla aunque sea un segundo. Pero sus deseos no fueron cumplidos. Durante ese
tiempo sin verla él había pensado mucho en ella. Extrañaba mucho sus encuentros
de miradas y su hermosa sonrisa.
Ella también
comenzó a extrañarlo. Mientras caminaba rumbo a su casa, siempre se detenía un
momento frente a la azotea donde José Ignacio solía pararse con la esperanza de
verlo, y al no encontrarlo caminaba resignada a casa.
Pasadas unas
semanas, la academia preuniversitaria suspendió las clases por unos días. José Ignacio
se puso feliz cuando le comunicaron eso, podía aprovechar esas pequeñas
vacaciones para volver a verla. El primer día de descanso llegó emocionado del
colegio y volvió a su antigua rutina, salió a esperarla. El sol quemaba suave y
un viento furioso azotaba los cordeles de ropa aquella tarde. Él la espero por
más de una hora, pero ella no pasó por allí. Aquella tarde él salió de su casa
y cruzó a la bodega de enfrente. Allí se detuvo a comprar una gaseosa y a
observar el edificio donde ella vivía. Tenía la esperanza de verla asomarse por
la ventana de su departamento, pero no consiguió nada ese día.
Al día siguiente
estaba otra vez esperándola en el mismo lugar de siempre. Esa día había
decidido hacer algo para que se conocieran, no sabía aún que sería lo que haría,
pero algo haría. No paso mucho, antes de poder distinguirla aparecer a lo
lejos. Su caminar era inconfundible. Ella también lo distinguió a lo lejos, y
de rato en rato lo miraba mientras se acercaba. Cuando pasó frente a él, lo
miró fugazmente y le sonrió. Él la miró fijamente y puso en sus ojos toda la
ternura que pudo haber sacado de su interior. Él pensó en bajar a verla antes
de que ingrese a su casa pero la timidez le inundó los huesos y lo paralizó. Ella
cruzó la avenida y se dispuso a tocar el timbre de su edificio. Parada allí, esperando
que abran la puerta ella volteó a mirarlo. Él no le había quitado los ojos de
encima desde que la vio a lo lejos. La puerta del edificio se abrió. Ella dio
un paso para ingresar, pero un segundo después retrocedió, lo miró y le dijo
algo. José Ignacio se quedó absorto por un instante, luego reaccionó. No entendía
lo que ella decía. Él le dijo, ¡No te escucho!, y ella volvió a hablar. Parecía
que le estaba preguntando su nombre. José Ignacio, emocionado como estaba, decidió
bajar a verla, le hizo un gesto con la mano para que lo espere. …¡Voy a bajar!,
le dijo. José Ignacio cruzó corriendo la azotea. Bajo raudamente las escaleras,
abrió apresurado la reja del frontis, caminó tan rápido como pudo fuera de la
casa, pero se detuvo dos metros después. Tomó aire, se peinó rápidamente y
caminó con paso firme, raudo pero calmado hacia el edificio. Ella estaba allí
en la puerta, con su mochila negra, sus ojos tiernos y su bella sonrisa,
esperándolo.
—…Hola —dijo José
Ignacio.
—…Hola —respondió
ella.
—…perdón, no
entendía lo que me decías —sonrió él.
—Te preguntaba cómo
te llamas —le dijo ella.
—Me llamo José
Ignacio, pero puedes decirme José si te parece más fácil, y tú, ¿cómo te
llamas?
—Karla,...y puedes
decirme… Karla —sonrió—,… ¡ah!, Karla con “K” ― aclaró ella.
—Hola,…Karla con
“K” —sonrió él—. Estudias en el Belén, ¿verdad?
—Si, ¿y tú?
—Yo en el Liceo,
el que está acá a la vuelta.
—Claro, conozco,
tengo unos amigos ahí…
—Ayer no te vi
pasar.
—Es que salimos
temprano del cole. Era cumple de la monja y ellas se fueron a celebrar. Bien
por nosotras. —Dijo sonriendo, —Pero, yo ya no te visto en las últimas semanas.
¿Dónde te habías metido?- agregó.
—Ah, es que ahora
estoy estudiando todas las tardes en la “Pre.” Tú sabes, hay que prepararse
bien si quieres ingresar a la “Nacional.” Lo malo es que ya no me da tiempo
para hacer más cosas. Llego del cole, almuerzo veloz, luego a cambiarme y a
salir volando…
José Ignacio había
soñado tantas veces con ese día, y tuvo que ser ella quien dio el primer paso,
aunque eso a él no le importaba. Sólo le importaba que estuvieran frente a
frente, no a la distancia como cuando la veía desde la azotea, sino como en ese
momento, muy cerca uno del otro. Ahora podía sentir su aroma, podía escuchar su
voz, podía contemplar su sonrisa de cerca. Las miradas de los chicos brillaban
de la emoción. Quien hubiera podido verlos en esa escena se hubiera dado cuenta
de que un sentimiento profundo nacía de esas miradas. El mundo desapareció unos
minutos para ellos. Disfrutaban de aquel encuentro que tantos días habían
esperado.
La conversación
duró poco rato, pues una voz femenina que habló por el intercomunicador, los
hizo despedirse.
—¡Karla, ya sube! —dijo
alguien.
—¡Uy! es mi mamá,
me tengo que ir. Te veo otro día, ven a verme en las tardes, departamento 302 —le
dijo ella, luego le dio un beso en la mejilla y subió corriendo.
José Ignacio se
quedó un momento parado en la puerta del edificio, sintiendo la suavidad de sus
labios en su mejilla. Sentía como si en ese momento una música celestial
estuviera inundando sus venas y esta hiciera que su corazón palpite de
felicidad. El claxon de los carros en la avenida lo hicieron despertar de esa fuga
de conciencia. Respiró profundo, miró hacia el tercer piso y luego dio media
vuelta hacia su casa. Estaba feliz, por fin la había conocido, por fin le había
hablado, y en ese momento pensó, De cerca su sonrisa es más bella aún.
Al día siguiente la
visitó y quedaron para que el sábado de esa semana salieran a pasear. Esa tarde, José Ignacio fue a verla. Pasaron un par de horas recorriendo
las calles y parques de la urbanización acompañados por el crepúsculo
multicolor del cielo vespertino de primavera. Disfrutaron mucho ese tiempo
juntos, hablando sobre su vida, sus sueños y bromeando y jugueteando de rato en
rato. En un momento en que se detuvieron frente a un parque, él le robo una
pequeña rosa al jardín y se la regalo haciendo un gesto de reverencia, como el
que se hace a una princesa, a lo que ella sonrió y le dijo, Estas loco, sabes.
Se
vieron algunos días más. Fueron unos encuentros fugaces. Se encontraban en la
tienda de enfrente, él le compraba unos chocolates y luego la acompañaba hasta
la puerta del edificio donde conversaban unos minutos, y después de una larga
despedida donde nadie quería soltar la mano del otro, cada quien iba a su casa.
Días más tarde a
José Ignacio se le hizo difícil poder verla. Era casi fin de año, y él estaba
ocupado con las actividades de la promoción, con los exámenes, con los
quehaceres y trabajos finales del colegio y sumado a eso, tenía además la “Pre”,
que le quitaba hasta los fines de semana. Pasaron varios días hasta que pudo
volver a buscarla. Un viernes por la tarde fue a su departamento. Había
decidido pedirle que sea su pareja de promoción. Tenía planeado que en ése día
de fiesta le pediría que sea su enamorada. José Ignacio tocó el timbre de su
departamento. Nadie respondió. Volvió a tocar y nada. Pensó que quizás habían
salido y decidió volver más tarde. Regresó una hora después, tocó, y nada, no
contestaban. Ya se estaba haciendo de noche, así que cruzó la pista, quería ver
si había alguna luz prendida que diera indicios de que alguien estuviera allí.
José Ignacio miró hacia
el departamento de Karla pero no pudo distinguir nada. El departamento se veía
vació. Ya no estaban las cortinas que siempre se veían, ni la lámpara, ni los
cuadros de acuarela que siempre estaban cerca de la ventana del departamento. José
Ignacio cruzó a la bodega y le preguntó al viejito que allí atendía si sabía
que había pasado con su amiga. Él le conto que un par de días atrás había visto
un camión de mudanzas llegar y llevar las cosas del departamento de la chica. Además
que las vio, a ella y a su mamá, hablar con los chicos de la mudanza antes de
tomar un taxi y partir cargando unas maletas.
Unas semanas
atrás, Karla le había mencionado que se mudaría a vivir a otro sitio, pero que
aún no tenían decidida la fecha, ni el lugar a donde irían. Él no pensó que eso
ocurriría tan pronto, y menos sin que ella se despidiera. Aquella noche la
tristeza y la desilusión invadieron su alma. El no entendía porque ella se había
ido sin decirle nada. Esa noche él lloró en silencio por haberla perdido.
Una semana antes, Karla
se había asomado por la ventana de su departamento y vio a José Ignacio
abrazado de una chica. Ella los siguió con la mirada hasta que ellos cruzaron
la calle y se perdieron entre los árboles de la avenida. Luego con tristeza y
mucha rabia en sus ojos Karla caminó hasta su habitación, entró iracunda en
ella y cerró la puerta de golpe. José Ignacio jamás se enteró de eso. Ese día él
había estado acompañando a su prima al paradero del autobús.
Los meses
siguientes, José Ignacio, entró de lleno a la “Pre”, tenía que estudiar mañana
y tarde, y estudiar fuerte si quería ingresar en el examen de admisión que ya
se acercaba. En clases muchas veces se extraviaba mirando a la nada, pensando
en ella. En su cuaderno había escrito y borroneado mil veces su nombre. Cuando
no estaba en clases o cuando salía de ellas, José Ignacio vagaba por las
calles, buscándola en cada jirón por el que andaba, en cada avenida, en cada
plazuela, en cada parque, en cada esquina, en cada restaurant, en cada tienda,
miraba los micros presintiendo que ahí la iba a encontrar, miraba los taxis,
miraba las ventanas de los edificios esperando ver su silueta en alguna de ellas.
Se sentía tan triste sin tenerla cerca, se sentía tan triste sintiendo que la
había perdido.
A él también le
llegó el tiempo de la mudanza. Su familia había decidido buscar un departamento
más barato. El último día en la casa, luego de embalar todas las cosas para la
mudanza, subió por última vez a la azotea. Ya era tarde, el sol se ocultaba en
el horizonte, la noche empezaba a llegar, y el viento soplaba fuerte. José
Ignacio se sentó sobre el muro desde donde tantas veces la vio sonreír
caminando de regreso del colegio.
—Su sonrisa era la
sonrisa más bella del mundo —se dijo para sí, recordándola, lanzando un
profundo suspiro al viento.
Encendió un
cigarrillo que había subido a escondidas, miró hacia el lugar donde por primera
vez la vio parada, asustada por aquel perro; soltó una torpe bocanada de humo,
recordó la rosa que le había regalado y sonrió tristemente. Volvió a mirar
nostálgicamente la avenida, miró el edificio, quiso gritar con todas sus
fuerzas llamando su nombre desde esa fría azotea. Pero algo lo contuvo, bajó la
cabeza, dijo su nombre en silencio apretando los dientes, y soltó una lágrima.
Al día siguiente
la casa estaba vacía, y desde lo alto de ella, impulsada por un fuerte y
arremolinado viento, una colilla de cigarrillo salía volando atravesando la
avenida, pasó sobre la cabeza de una chica vestida de uniforme que miraba
nostálgicamente la azotea, y se perdió en la ciudad.