20 junio 2012

LA CHICA DE LA CASA AMARILLA



Adrián había esperado con cierta impaciencia el día en que regresaría a visitar el pueblo del cual meses atrás había salido para emigrar a la gran ciudad. Aquella mañana se levantó muy temprano, se vistió rápidamente, corrió hacia el baño, se lavó la cara y se peinó los largos pelos lacios que le caían como cerquillo por la frente. Buscó su mochila en su pequeña habitación, chequeó que allí estuviera su pasaje y el dinero que había reservado para ese día y salió de casa presuroso. Minutos después llegó corriendo a la estación del tren. Estaba empapado de sudor y muy agitado, pero aliviado de haber llegado a tiempo. Un viento fresco circulaba por allí esa mañana, pero él no lo sintió. Apenas se dio cuenta de la gente que lo rodeaba. El tren ya estaba por partir. Adrián se acercó a la fila donde el último pasajero estaba terminando de subir. Repentinamente miró al cielo que se tornaba celeste y pensó que ese iba a ser un lindo día, respiró profundamente y algo más aliviado caminó lento. El boletero lo apuró con un gesto de manos señalándole el vagón a donde debía ir. Adrián volvió a acelerar su andar y de un salto trepó al viejo carro. Buscó su asiento, guardó su mochila y se sentó exhalando un gran suspiro.
Luego de estar mirando un rato por la ventana del tren, por el cual podía apreciar el paisaje desértico de la costa, lleno de dunas y pequeñas estribaciones, se quedó dormido. Dos horas más tarde había llegado a su destino. Un pitido muy sonoro lo despertó. Era el tren anunciando su llegada. Adrián se levantó de un brinco de su asiento, cogió sus cosas y corrió hasta la puerta del vagón, quería ser el primero en bajar. Cuando la puerta se abrió, haciendo un chillido que le estremeció los dientes, el sol de la mañana lo bañó por completo con sus rayos tibios. Él sintió ese calorcito como una buena bienvenida. Bajó lento como queriendo empaparse en cada paso con el rocío húmedo de la mañana. Estaba sonriente. Miró el viejo edificio de la estación, y volteó a ver a sus alrededores, parecía que nada había cambiado. Desde que él tenía uso de razón ese lugar siempre había sido así. Empezó a caminar. Cruzó la avenida y llegó donde estaba la larga fila de vendedores ambulantes de comida. Panes, rosquitas, jugos, chicharrones, anticuchos, papas rellenas, y otras tantas comidas para satisfacer el hambre matutino de los caminantes. Olores y pregones se mezclaban en ese ambiente, los cuales se podían sentir penetrando agudamente en cada uno de los sentidos. A esa hora había mucha gente. Adrián caminó entre ellos abriéndose paso con dificultad.
De pronto recordó algo y fijo su mirada en una casa amarilla al otro lado de la vereda, allí en su pequeña ventana pudo ver a una chica de cabello castaño que se había asomado a ver a la gente pasar. Era Mayra su amiga de infancia y adolescencia. Aquella a quien no había vuelto a hablar después que el enamorado de ella los descubriera a punto de besarse y le propinara un puñete que lo dejó varios días con el cachete rojo. Luego de ese incidente, Mayra le escribió una nota pidiéndole que ya no la buscara más, que no quería tener más problemas con su enamorado y que ya no quería ser su amiga. A él esa nota le estrujó el vientre de rabia y le llenó los ojos de tristeza. Arrugó furioso el papel y con ella entre su puño le dio muchos golpe a la pared de su cuarto hasta que los nudillos de los dedos parecían que iban a sangrar. Su rostro se le encendió como si todos los sentimientos le estuvieran ardiendo por dentro. Pareció que estaba a punto de estallar. Fue al baño, hizo mil pedazos el papel sobre la taza del inodoro y luego jaló la palanca. Pero la rabia no se le pasó, así que le volvió a dar más puñetes a la pared del baño, y luego ya cansado, adolorido pero más tranquilo, se lavó las manos, se limpió la nariz, y le dijo adiós a los últimos restos de papel escupiendo sobre ellos y volviendo a jalar la palanca. No tenía ganas de volverla a ver en su vida, no tenía ganas de volverse a enamorar.

De eso habían pasado casi dos años, pero esa mañana ya los sentimientos de aquel triste día se habían esfumado. Y Adrián la miraba con nostalgia mientras caminaba entre la gente. Que linda que está, pensó en un momento sin apartarle la vista, escondido entre la multitud de la calle. De pronto alguien tropezó con él y lo sacó de su observación. Perdón señora, se disculpó. Y la señora que iba a apurada con su gran canasta de mimbre en dirección al mercado apenas lo miró, le hizo un gesto de desprecio y siguió su camino.
Adrián volvió la vista hacia la ventana, pero ya no había nadie. Se había ido. Dio unos pasos más y se sentó en un muro a sobarse del golpe. Estuvo allí unos minutos observando con aire de esperanza a la casa amarilla.
Adrián recordó las tardes en que podía verla recostada en su ventana como esperando por alguien. Aquellas eran las épocas del colegio. Cuando salía de clase rumbo a su casa solía pasar frente a la casa amarilla. Ese siempre había sido su camino de regreso del colegio. En esos días su orgullo peleaba con sus sentimientos. Tenia ganas de volver a buscarla, de acercársele y decirle “hola” una vez, sólo una vez más se decía. Y allí era cuando volvía a recordar el oscuro día de la nota y las noches en que no pudo dormir odiándola y amándola con la complicidad de su almohada. Y otra vez su absurdo y tan crecido orgullo volvía a ganar la batalla, y seguía de largo con su ropa de colegió sucia y su mochila al hombro, sin intentar siquiera voltear a saludarla.

Esa mañana ayudó a su padre a vender los pocos libros que aún quedaban en la tienda y a guardar  en grandes cajas aquellos que iban a donar a los colegios del pueblo. Para eso había vuelto. Tenían que dejar todo en orden antes de que su padre pudiera mudarse con ellos a vivir a la gran ciudad.
Por la noche Adrián fue al encuentro de sus amigos para ir a dar una vuelta por la plaza del pueblo. Se reunieron frente al muro de la iglesia, su lugar de siempre, donde tantas noches pasaron conversando y riendo de la vida y las locuras que hacían de adolescentes. El reloj de la torre municipal daba las ocho cuando ya todos estaban allí reunidos. Una Luna grande se divisaba sobre la colina más lejana y unas pocas nubes grisáceas y tristes marchaban lentas por el firmamento. Los amigos se habían vuelto a reunir. Allí, junto a Adrián estaban Carlos Mattos, Mario Jiménez y el gordo José Castillo. Él estaba feliz de volver a encontrarlos después de ocho meses de ausencia que le parecieron toda una vida. Esa noche recorrieron la plaza mil veces dando vueltas alrededor de ella junto a la multitud de jóvenes que allí se aglomeraba cada fin de semana. Más tarde, ya aburridos de la caminata, fueron a la única discoteca que tenía el pueblo. Pidieron unas cuantas cervezas y se sentaron a conversar. De rato en rato cada uno se desaparecía a bailar con alguna de las chicas que estaba por allí, tratando de ganar alguna conquista para la noche. Carlos Mattos era el más mujeriego de todos y se conocía a casi todas las chicas del lugar. Las más jovencitas siempre estaban detrás de él. Tenía una atracción para las adolescentes que no desaprovechaba. Él le presentó algunas amigas durante la noche y animó a Adrián para que se “agarrara” a alguna. Pero Adrián no estaba en búsqueda de aventuras esa noche, solo quería bailar y divertirse un rato con sus amigos. Mario Jiménez era el más bromista de todos y muy conocido en todos los círculos sociales. Él se encargó de llevar a Adrián a diferentes mesas a saludar a sus amigos. Y de tanto ir de mesa en mesa, brindando con cada amigo que se encontraban Adrián ya empezaba a sentirse algo mareado. Regresó a su mesa para sentarse con el gordo José Jiménez que en esos días andaba enamorado de una morena que se le hacia la difícil para aceptarlo y él, que era muy enamoradizo, sufría por eso. Adrián y el gordo José se quedaron en la mesa conversando con un par de cervezas al lado. El gordo había sido uno de sus mejores amigos en los últimos años. Se conocían muchos secretos uno del otro, se habían apoyado tanto cuando cada quien pasó, en su momento, por alguna dificultad de esas que nunca faltan en la vida, y más en la de un adolescente. Hasta en algún momento se habían enamorado de una misma chica. Esa que finalmente terminó estando con otro de sus compañeros de colegio, haciendo que Adrián y el gordo se volvieran aún más amigos por unirlos la misma desilusión.
Adrián pidió un par de cervezas más. Es la última amigo que mañana tengo que levantarme temprano, le dijo el gordo quien tenía que ayudar a su padre en las faenas de la granja. Adrián asintió con la cabeza, él también tenía que levantarse temprano a terminar de ordenar todo en la tienda.
La discoteca se había quedado con poca gente, ya el tumulto de minutos atrás había ido desapareciendo poco a poco. Adrián que en toda lo noche no había dejado de pensar en Mayra y se había pasado todo el tiempo mirando a todos lados con el fin de encontrarla, volvió a echar un vistazo profundo por todo el recinto metiendo su vista hasta en los rincones más oscuros. De pronto una silueta en el fondo del salón le llamó la atención, él sin saber porqué la siguió con la mirada. Pero algo lo distrajo de su observación. José, a quien una chica se le había acercado, se había puesto de pie y le dijo a Adrián que ella era Ruth. Se la presentó. Ruth era la morena de quien el gordo había estado hablando toda la noche. Adrián se distrajo un minuto saludándola. Luego el gordo haciéndole un guiño a su amigo, le dijo que ya regresaba, cogió a su amiga de la mano y se la llevó a la pista de baile.
Adrián aprovechó la ausencia de su amigo para ir hacia donde había visto esa silueta que le llamó la atención. Se fue abriendo paso entre las pocas parejas que habían en la pista hasta llegar a una mesa, en un rincón oscuro, donde pudo divisar la silueta de una mujer sentada frente a él. En la oscuridad de la discoteca no pudo distinguir bien su rostro, pero mientras más se acercaba, más sentía su corazón brincar dentro de su pecho, tenía el presentimiento que podría ser ella. La chica se puso de pie y se le acercó. Adrián sintió que unas manos pequeñas y suaves tocaban las suyas y lo jalaban suavemente a otro rincón oscuro. Una luz fugaz de pronto le iluminó el rostro. Era Mayra, la chica de la casa amarilla, la niña de quien siempre había estado enamorado. Se tomaron de las manos e intercambiaron miradas de profundo cariño sin decir nada. Sólo un sincronizado suspiro se oyó de ambos lados y luego sonrieron. ¿Cómo estas? Dijeron los dos al mismo tiempo y volvieron a sonreír. Adrián cortó su sonrisa para decirle que la veía muy linda. Ella le agradeció, y le volvió a preguntar que como estaba. Estoy bien, le dijo Adrián y agregó: Hace mucho que no hablamos, ¿verdad?
Ella hizo un gesto tratando de jalar una sonrisa que traía consigo el recuerdo del tiempo que eran amigos, buenos amigos. Si hace mucho que no lo hacemos, fuimos unos chiquillos tontos y orgullosos en aquel tiempo, pero mírate ahora ya estás todo un caballero, le dijo ella. Gracias, sabes yo nunca deje de pensar en ti, nunca deje de anhelar el día que volveríamos a ser los buenos amigos de antes. Y es más nunca deje de anhelar completar el beso que quise darte aquella tarde, dijo Adrián mirándola con esos ojos que habían guardado ese sentimiento por tanto tiempo.
Ella no respondió nada a lo ultimo, sólo le dio un beso en la mejilla y lo volvió a mirar a los ojos como quien mira a un ser amado que ha arribado después de un largo viaje. Tengo que irme, dijo ella de pronto, interrumpiendo el aire mágico que se había instalado entre ellos. Pasa mañana por mi casa antes de irte, agregó. Y él sin querer soltarla le dijo: Así lo haré. Y le dio un beso justo en el extremo donde los labios se unen al rostro y así se mantuvieron pegados unos segundos que se volvieron una eternidad. Luego ella se soltó y se fue. Adrián se quedó observando como se alejaba y se perdía en la oscuridad del recinto.
Esa noche no pudo dormir pensando en ella, recordando la textura de sus manos y la suavidad de sus mejillas. Su dulce y delicado perfume se le había impregnado en la piel, y la fugaz, pero intensa mirada recibida la tenía clavada en su mente nublándole los demás sentidos.
A la mañana siguiente ayudó a su padre a arreglar la tienda, sin dejar de pensar un solo instante en Mayra. El recuerdo de la noche anterior inundaba su mente. Pero sus memorias traspasaron más allá del encuentro nocturno y llegaron hasta el momento que la conoció. Eran apenas unos niños cuando eso pasó. Una tarde en que regresaba camino a casa, Adrián sintió una vocecilla que lo llamaba: ¡Amigo! ¡Amigo!, escuchó, pero no se atrevió a voltear pues no sabía si esas palabras eran para él. De pronto un silbido corto pero fuerte penetró sus oídos haciendo que volteara instintivamente. Allí estaba ella, sonriendo en su ventana. Tenía el cabello recogido, aunque unos mechones castaños y lacios se le habían escapado del moño llegándole hasta el rostro y a los cuales ella alejaba de su nariz con un disimulado soplido. Por favor, puedes alcanzarme ese lapicero, le dijo aquella vez, señalando hacia la pista. Él lo recogió y se lo entregó, ella le preguntó su nombre y él empezó a contarle su vida. Así nació esa amistad. Después de eso, siempre se encontraban. Él pasaba por su casa a la salida del colegio y si la veía en su ventana se quedaba un buen rato conversando. Pasaron muchos años con esa amistad. Algunos fines de semana, cuando ya eran adolescentes, antes de que él se reuniera con sus amigos, iba a verla. Conversaban sentados en la puerta de su casa hasta que llegara la hora en que había quedado encontrarse con su grupo y entonces se marchaba. Ella ingresaba a su casa y se alistaba para salir con sus amigos. Por alguna razón, que ninguno se preguntó nunca, no salían juntos, ni unían a sus grupos de amigos, mantenían su amistad casi en secreto, volviéndola así más interesante. Cuando por las noches de fines de semana sus grupos de amigos se cruzaban, él sólo la miraba y le decía hola, con una sonrisa, y ella respondía de la misma manera. Ni al gordo José le contó de su amiga, sólo sabia que se conocían por que los veía saludarse, pero en ese pueblo muchos se saludaban de la misma manera pues en algún momento de su vida los caminos de todos se cruzaban en algún punto y casi todos conocían a todos.
Adrián estuvo enamorado de ella desde el primer día que la vio, y ella también lo amaba, pero ninguno de los dos se atrevía a decir nada. No querían malograr esa relación tan especial que habían tenido tantos años, sabían que una relación de enamorados podía terminar con su amistad y eso era algo que ninguno estaba dispuesto a perder. Aunque finalmente eso se perdió el día en que Adrián no pudo soportar más tenerla a su lado y no demostrarle su amor. Aun sabiendo que ella tenía enamorado, él se le acercó y trató de besarla, a lo que ella no opuso resistencia, pero las circunstancias habían hecho que su enamorado estuviera cerca a su casa y haya decidido visitarla justo cuando eso estaba sucediendo.

La tarde llegó y con ella el tiempo de regresar a la gran ciudad. Adrián ya tenía lista sus cosas. Metió en su mochila lo poco que había llevado, se guardó un libro de cuentos que escogió de entre los que aún no se vendían y salió despidiéndose de su padre con un gran abrazo. Allá afuera la tarde empezaba a caer y muy a lo lejos entre las colinas verdes que rodeaban el pequeño valle se podía divisar el humo gris del viejo tren acercándose. Ya el sol estaba por traspasar la línea divisoria entre el cielo y la tierra que se veía en ese horizonte lejano. Un cielo de nubes naranjas caminaban cerca de esa línea y entre sus ranuras se colaban los débiles rayos que despedían el día. Adrián llegó a la casa amarilla contemplando ese espectáculo celestial.
Una puerta entreabierta lo recibió. Él tocó un par de veces antes de que, ya impaciente de esperar, empujara la hoja de madera y metiera sigilosamente la cabeza. Desde allí la vio acercándose caminando por un largo pasadizo en el que apenas se veían un par de líneas de luz que se habían escabullido por la ventana superior de la puerta. Ella le hizo un gesto para que ingrese y él la obedeció con una pizca de timidez entre las entrañas.
Un par de sillas antiguas estaban en el recibidor de la entrada, y detrás de ellas un largo y viejo espejo hacían que el angosto lugar se viera más amplio. Pasa siéntate, le dijo ella mientras él observaba todo a su alrededor. Era la primera vez que entraba a su casa. Ella se sentó luego que él lo hiciera, pero al sentir que estaban muy distantes jaló su silla sin levantarse hasta quedar a pocos centímetros de él. A esa distancia Adrián podía sentir su aliento de menta rozándole los labios.
Estuvieron un rato conversando sobre sus vidas. Él le contó de sus estudios y sus planes de trabajar en la ciudad y ella le comentó las vivencias de su último año de escuela. En un momento de la charla se acercaron tanto que sus narices casi se tocaron. Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Adrián. El deseo de besarla le inundó la mente. Él miró sus ojos y respiró casi suspirando, miró sus labios, exploró cada detalle de su rostro adolescente y volvió a respirar con un suspiro que le nubló la razón. Ella lo tomó de la mano y él le acarició el rostro. Sus cuerpos se inclinaron hasta que sus narices se rozaron nuevamente. Él cerró los ojos y buscó sus labios. Ella se dejó encontrar. En ese momento un beso tímido empezó a nacer. Los labios se iban explorando poco a poco, buscando descubrir el sabor de hasta su más recóndito rincón. La timidez inicial del beso pronto fue desapareciendo y en su lugar empezó a surgir uno con febril frenesí. Sus labios se movían en una armoniosa y frenética danza que los hacía volar al paraíso de los amores eternos. En un momento él se separó de ella sólo para mirarla y asegurarse de que no estaba soñando y nuevamente la volvió a besar con la misma pasión.
De la tarde sólo quedaba un tenue rastro, la noche empezaba a gobernar. Un silbido muy cercano se escuchó de pronto. El tren había llegado y ya no había tiempo para más. Adrián debía partir.
Es hora de irme, le dijo él sin dejar de besarla. Pero ella hizo como que no lo oyó. Puso sus brazos alrededor de su cuello y se aferró a él con delicada firmeza. Adrián volvió a repetir entre besos que tenía que irse, que el tren lo iba a dejar. Ella lo quiso retener pero finalmente cedió, sabía que tenía que dejarlo ir. Sabía también que quizás ya no lo volvería a ver más. Él ya no tendría motivo para regresar al pueblo pues su padre se iría en pocos días y ya no tendría más familia que visitar por esos lares. Ella también tendría que partir. Su familia se mudaría en pocas semanas a la capital. Su padre había conseguido un nuevo trabajo y ella quería estudiar la universidad allá. Sus caminos se habían bifurcado justo en el momento en que habían decidido dejar brotar ese amor que habían tenido guardado tanto tiempo. Adrián la miró por última vez con esa expresión de amor y ternura que se mezclaba con la tristeza de tener que dejar al amor de su vida. Le acarició las mejillas y le dio un beso final cerrando los ojos y tratando de preservar en su memoria ese momento, ese sentimiento, tratando de grabarse la textura de sus labios y el olor de su piel. El tren volvió a sonar su silbato. Adrián cogió su mochila y caminó hacia la puerta tomado de su mano. Te escribiré, le dijo, antes de soltarla y decirle adiós. Adrián avanzó presuroso hacia la estación que estaba a pocos metros de la casa. Mientras subía al vagón no dejaba de mirarla. Ella estaba allí en su puerta, mirándolo con esos ojos de ternura y despedida. El sol ya se había zambullido en el horizonte dejando una estela color rojo encendido en el cielo, como si el fuego de ese amor hubiera escapado hasta el firmamento tiñendo las nubes de intensidad. Los rieles empezaron a crujir y el tren empezó a alejarse. Adrián no despegó ni un segundo su vista de ella. Mayra le decía algo con los labios, pero él no pudo entender y sólo levantó la mano para decir adiós. El tren se fue alejando de la ciudad. Una pequeña silueta parada frente a una fachada amarilla fue lo último que vio de ella antes de que el tren volviera a perderse nuevamente en el desierto de dunas y estribaciones.