07 abril 2022

LOS GRILLOS

Cuando era niño solía salir con mis amigos a recorrer las calles de mi pequeño pueblo, sobre todo en época de vacaciones, en época de verano, el tan insoportable y sofocante verano que allí se sentía. Recorríamos por las callejuelas empinadas y estrechas, muchas de ellas con pistas de piedra, algunas con pistas de tierra y las principales, como en la que vivía, con pista de cemento. Podíamos atravesar el pueblo de palmo a palmo en unas pocas horas. Tampoco es que era muy grande, unas veinte cuadras para este lado, otras quince del otro y ahí acababa. El pueblo se asentaba sobre las faldas arenosas de un cerro de piedra gris oscura que se podía subir por unas escaleras hechas de rocas sacadas del mismo lugar. Esa gran, larga y peculiar estribación acostada sobre aquella planicie que alguna vez fue desértica era un buen punto de referencia para cualquier viajero que intentara llegar allí desde alguna ciudad lejana. Allí seguía ella después tantos siglos de existencia, desde que los ancestros del curaca Qasqen, el último que vivió por esos lares, se establecieran en ese pequeño valle rodeado de acequias, arenales y pequeñas colinas.

En las épocas de verano teníamos muchos insectos visitantes con los que había que lidiar. Entre ellos estaban unos pequeños bichos marrones que cada noche nos cantaban interrumpiendo o quitándonos el sueño con sus cantos agudos y monótonos. Grillos, muchos grillos llegaban en febrero después de las lluvias que traía el fenómeno del niño. Las paredes de las calles aparecían atiborradas de ellos. En las noches, debajo de los postes, se congregaban en gran cantidad unos sobre otros. Algunos peleando, otros queriendo saltar hasta los focos, otros trepados en las paredes formando una mancha oscura en movimiento. Nosotros salíamos a su encuentro, los observamos acercándonos cada vez más hasta sentirlos saltar sobre nuestras cabezas, o posándose en nuestros hombros, o nuestras espaldas. Sus patas con espinas nos hincaban suavemente la piel. Nosotros los cogíamos con una mano para evitar que escapen mientras íbamos juntando la otra mano para crearle un pequeño y temporal calabozo. Abríamos una rendijita entre los dedos, los volvíamos a examinar, ellos nos miraban con ese par de negros y grandes ojos, moviendo sus antenas como queriendo saber lo que pensábamos hacerles, y nuevamente volvían a caminar hincando sus patas sobre nuestras manos queriendo escapar. Aunque a muchos de ellos quizás les entraba la curiosidad por conocer un poco más a esos seres gigantes que los cogían y se quedaban sobre nosotros, caminando entre nuestros dedos, explorándonos sin irse a pesar de que los dejábamos libres. Algunos recorrían nuestros brazos subiendo despacio sobre nuestra piel, hasta que en algún momento ya cansados de explorarnos abrían sus alas y se lanzaban a volar en un gran salto hacia la libertad.

Daniel Cabrera era uno de los más pequeños de mi grupo de amigos. Era un niño solitario, raro y casi no hablaba mucho. Cuando salía con nosotros a jugar y caminar por las calles del pueblo, por insistencia de su madre, siempre lucía taciturno, como perdido en un mundo que no se asemejaba al nuestro, un mundo sólo de él, un mundo donde a veces parecía que alguien le contaba algún chiste y él sonreía solo, trayendo su sonrisa a nuestro mundo, pero nosotros no lo entendíamos, porque nuestro mundo era diferente.

Un día en que jugábamos con una gran cantidad de grillos, corriéndolos y cazándolos para luego enfrentarlos en mortales peleas, Daniel por primera vez tomó a uno entre sus manos. Antes no lo había hecho, sólo los miraba de lejos con curiosidad y a veces se sobresaltaba cuando uno pasaba brincando por su lado. Pero ese día apareció con uno, estaba muy emocionado. Miren, miren, nos dijo y nosotros apenas le hicimos caso, Que bien, Danielito, le dije y continué cazando más grillos. Daniel acercó sus manos a su rostro y empezó a mirar con curiosidad al insecto. El pequeño animal estaba tranquilo sobre las manos de mi amigo. Yo volteé a verlo unos minutos después, y allí seguía sentado en el suelo húmedo, al lado del muro del viejo parque, observando con detenimiento y curiosidad lo que tenía entre sus dedos. Oigan, chicos vamos por los jardines de arriba, por allá hay más, dijo alguien. Y todos lo seguimos corriendo, empujándonos por querer ser los primeros en llegar. La noche anterior había caído una gran lluvia. Unos grandes charcos de agua se veían en los jardines del viejo parque, caminamos entre ellos con cuidado de no mojarnos, aunque de rato en rato a alguien se le ocurría lanzar una piedra sobre un charco, cerca de alguno de nosotros, haciendo salpicar el agua con barro ensuciándonos hasta la nariz. En esas pequeñas pocitas de agua se veían algunos grillos muertos flotando panza arriba, y algunos otros tratando de salir de esa trampa mortal en que habían caído. Muchas filas de hormigas negras y pequeñas se veían alrededor de los charcos, y nosotros las seguíamos para encontrar de donde salían. Por allí se las veía ordenadas llevando en sus espaldas partes de insectos hasta perderse en algún agujero.

Nuestro juego y cacería continuó hasta mediodía, y ya luego de haber llenado nuestras bolsas o latas con muchos insectos nos dispusimos a regresar a casa con un hambre terrible. Daniel nos seguía por detrás como siempre. Nosotros corríamos de rato en rato como queriendo perderlo y el pobre, apurado y con sus piernitas pequeñas, hacía su mejor esfuerzo por alcanzarnos. Llegaba jadeando hasta donde nos habíamos parado ha esperarlo, y cuando veíamos que ya se paraba a tomar aire volvíamos a salir corriendo, dejándolo otra vez atrás. Así entre carreras y paradas llegamos a nuestro barrio. Estábamos todos sucios y empapados. Nos reunimos unos minutos detrás de la camioneta de Don José para ver cuantos insectos habíamos juntado cada uno. Hicimos pelear a algunos de ellos. Grillo contra grillo. Los cogíamos de las patas traseras y los poníamos uno frente a otro hasta que uno de ellos terminaba arrancándole la cabeza a su contrincante. Luego de cansarnos de hacer que se maten mutuamente, dejamos libres a los insectos sobrevivientes dentro de la tolva de la vieja camioneta blanca. Cuando llegó la hora del almuerzo algunos padres y empleadas empezaron a asomarse a las puertas de las casas y fueron llamándonos uno a uno. Poco a poco la calle otra vez se quedó en silencio. Nos despedimos quedando encontrarnos en la tarde para salir a jugar.

Esa tarde, mientras jugábamos un partido de fulbito en plena pista, oímos un zumbido lejano llegando desde el final de la calle. Levantamos la mirada, nos quedamos pasmados un segundo mientras el cielo empezaba a oscurecerse. De pronto alguien de entre nosotros gritó, ¡Todos al suelo!, y todos nos arrojamos de un solo golpe sobre la acera. Una gran mancha negra volaba hacia donde estábamos, dejando oír un zumbido cada vez más fuerte mientras se acercaba y pasaba a pocos metros del suelo. Era un gran enjambre de abejas que había llegado a la ciudad. Nos quedamos unos segundos acostados, y luego cuando ya estuvimos seguros de que no quedaba una sola abeja sobre nuestras cabezas nos levantamos, nos miramos, y sin decir una palabra salimos corriendo. Seguimos desde lejos el gran enjambre, teníamos que saber a donde se dirigía.

Daniel no salió a jugar esa tarde. Él se había quedado en su casa porque su mamá, quien siempre lo empujaba a que se reúna con los chicos del barrio, no se encontraba. Así que aprovechó para jugar con su nueva mascota, aquella que había llevado de la calle esa mañana. Daniel llevó el grillo a su cuarto, lo puso sobre su cama y fue a buscar algo en su ropero. No tardó mucho en encontrarlo. El pequeño insecto, que no se había movido de donde lo había dejado, lo miraba con curiosidad moviendo sus antenas. Daniel lo volvió a tomar con cuidado entre sus manos y lo metió a la caja de zapatos que traía bajo el brazo. Este será tu nuevo hogar amiguito, desde hoy yo cuidare de ti y ya no tendrás que estar allá afuera sufriendo con la lluvia y pasando hambre. El pequeño insecto lo miró desde la caja e hizo ¡cric!, ¡cric! en respuesta. Tomó un viejo lapicero que encontró en la mesa de noche al lado de su cama y le hizo unos agujeros a la tapa de la caja. Miró de cerca por cada uno de los huequitos que había hecho, agrandó algunos que le parecieron muy pequeños, volvió a mirarlos y, sí, ahora estaban bien, ahora había buena luz y ventilación para la casa de su amigo. Una vez terminado eso, se quedó pensando que más podría hacer. Un instante después se puso de pie, dejó la caja de zapatos sobre su cama y salió corriendo de su habitación. Tenía que ir a buscarle algo de comer. Fue hasta la cocina, abrió su vieja refrigeradora y buscó entre las verduras. Al poco rato volvía a su cuarto con un pedazo de zanahoria, un trocito de tomate, una pequeña hoja de lechuga y unas cáscaras de arveja. Metió todo dentro de la caja donde estaba su grillo mientras le decía, Esta tarde tendrás un buen banquete, amiguito. El grillo se acercó a la lechuga y empezó a comer mientras Daniel miraba con curiosidad como devoraba esa hojita. Un día, dijo Daniel dirigiéndose al pequeño insecto, mi papá se fue de casa, me dijo que se iría de viaje muy lejos, pero que vendría a verme para mi cumpleaños. Pero algo debe haberle pasado porque ya pasaron dos cumpleaños y él no regresa, ni me ha escrito, ni nada. Quizás viajó a algún lugar muy lejano, desde el cual no puede regresar y donde no llegan los carteros, ¿di?, dijo Daniel mirando fijamente al insecto esperando inocentemente que este le respondiera. Quizás está perdido por las montañas o por la selva y no sabe cómo encontrar el camino de regreso. Sabes, le dijo como quien habla con un buen amigo, él es muy valiente y grande, muchas veces me llevaba en hombros y jugábamos a pelear contra invasores extraterrestres, como los de la tele. A veces pienso que él no es de acá, que vino de otro planeta. Puede que su nave se halla malogrado en alguna galaxia lejana y le es difícil volver. Yo me siento tan diferente al resto de niños que creo que no pertenezco a este mundo. Quizás vine de otro planeta también, ¿no crees?, le pregunto al insecto que comía tranquilamente en la caja. Voy a esperarlo todas las tardes y todas las noches mirando al cielo desde mi ventana, seguro que un día logrará arreglar su nave y vendrá a llevarme con él a un lugar donde todo sea bonito, no como este. Iremos a un planeta de verdad, y tú iras conmigo, seguro que allá habrá muchas cosas ricas que comer, allá podremos jugar todo lo queramos, y quizás allá mi madre con lo feliz que se sienta ya deje de gritarme y pegarme por todo, dijo Daniel dejando escapar un pequeño suspiro de esperanza. El grillo seguía comiendo, había dejado mordisqueada la hoja de lechuga y ahora estaba sobre la cáscara de arveja. Daniel lo miraba con una pequeña sonrisa dibujada en su rostro. Ya verás amigo allá seremos los reyes, ya veras, dijo finalmente antes volver a tapar la caja e irse a leer un libro de historietas. Rato más tarde volvió a buscar a su grillo, había sacado sus juguetes y los tenía esparcidos sobre su cama. Allí jugó largo rato con sus soldaditos, sus carros y su amiguito que participaba dando pequeños brincos en el pequeño campo de batalla en que se había convertido la cama. Así, entre juegos inocentes, se pasó toda la tarde.

La noche llegó. Daniel se había quedado dormido sobre su cama, al lado de la caja donde estaba su grillo. Su madre regresó tarde aquella noche, entró al cuarto de su hijo en silenció. Estaba oscuro. Sólo un pequeño rayo de luna se colaba por la ventana. Puso la caja de zapatos a un lado sin percatarse de lo que contenía, guardó como pudo los juguetes, le puso el pijama a Daniel que no abrió un solo ojo, y lo acostó dentro de la cama. Una mirada triste brotó de su rostro. Observó unos segundos a su pequeño, pensó o recordó algo, mientras un suspiro afligido nacía de su pecho. Se puso de pie, miró al cielo a través de la larga ventana de metal, cerró las cortinas de la habitación y se fue a dormir.

Esa noche Daniel soñó con su padre. Él estaba en un lugar lejano y parecía como perdido. Lo vio delgado y mal vestido. Tuvo pena por él. Sí, allí estaba, tenía la cara triste por no poder regresar a casa. También vio en sus sueños como su grillo, convertido en un insecto gigante, lo llevaba en su espalda cruzando el cielo hasta donde estaba su padre y lo rescataba de ese lugar tan inhóspito.

A la mañana siguiente, Daniel despertó con el recuerdo del sueño que había tenido, buscó desesperado la caja de zapatos donde había puesto a su amigo. Miró sobre la cama, miró debajo de ella, miró en su mesita de noche, hasta que finalmente la encontró al lado de su caja de juguetes, en un rincón de su habitación. La observó minuciosamente por todos lados, un pequeño agujero se veía en uno de los rincones. El grillo ya no estaba, se había ido. Daniel en su mente infantil y fantasiosa pensó que quizás el sueño había sido realidad, que su amigo al escuchar su historia la tarde anterior había decidido ayudarlo e ir a buscar a su padre. Tenía la esperanza de que pronto volvería a ver a su papá después de tanto tiempo de ausencia. Abrió las cortinas de su ventana, se quedó mirando al cielo azul de esa mañana, junto las manos y empezó a orar. De pronto, un grito de susto proveniente de la cocina lo sacó de sus oraciones. Era su madre. Se bajó de la cama, se puso rápidamente sus sandalias y salió corriendo a verla. Allí estaba ella con cara de enojo, la misma que siempre traía desde que se fuera su padre. Daniel la miró tímidamente sin hablar, y ella señalando un rincón de la cocina le dijo, ¡Bota ese animal a la basura! Él miró a donde ella señalaba y vio una pequeña mancha marrón en el piso. Se acercó lentamente a ella, se arrodilló para verla mejor y pudo distinguir, que allí tirado de espaldas y muerto estaba su grillo. Daniel no pudo contener las lágrimas, Eres mala, porque siempre eres mala, le dijo llorando a su madre. Ella sin entender, le gritó más fuerte, ¡Bota ese animal, y no llores como una niña!, luego dio media vuelta y se marchó a su cuarto. Daniel levantó a su amigo con cuidado, salió de su casa y se dirigió hacia el lugar donde el día anterior lo había encontrado. Eran muchas cuadras de camino hasta lo alto del pueblo, pero a él no le importó. Caminaba triste por la pérdida de su amigo y porque su sueño ya no podría cumplirse. Minutos más tarde llegó hasta el parque. Vio algunos grillos trepados en los costados de los viejos muros. Daniel se paró frente a donde estaba el grupo más numeroso, los miró con nostalgia un segundo, se arrodilló en el yermo jardín y empezó a escarbar. Hizo un pequeño agujero. Allí puso al insecto, le dijo, Gracias amiguito, con voz apagada mientras tapaba el agujero con un poco de tierra. Clavó una ramita sobre la pequeña tumba, hizo una oración en silencio y finalmente regresó caminando cabizbajo a su casa.

Esa tarde volvimos a ver a Daniel, estaba más callado que nunca, metido en su mundo como siempre, con cara triste, Vamos, Daniel, le dije, Ayer llegó un gran enjambre de abejas y han hecho sus colmenas en los árboles de la Plaza de Armas, vamos a ver. Él me miró serio y me dijo, No me importan las abejas, y luego bajó la cabeza, ¿No quieres ir?, le insistí, Si quieres después vamos a atrapar más grillos como ayer, ya veo que no les tienes miedo, que dices, vamos, y él sin levantar la cabeza me dijo, No les hagan daño, ellos son buenos. Anoche soñé que mi grillo rescataba a mi padre, agregó con un aire de resignación. Yo lo miré extrañado, sin entender lo que decía. Yo sabía que su padre los había abandonado hace un par de años para irse lejos con otra mujer, al menos eso decían los mayores. Su cara de tristeza me conmovió, quería hacer algo para que saliera de ese estado. Me acerqué a él, le puse mi mano sobre su hombro y le dije, Está bien, Daniel, hoy iremos a jugar con los grillos, pero no les haremos daño, sólo jugaremos con ellos, ¿está bien?, y él sin mirarme asintió con la cabeza. Ven, vamos, le dije, te enseñaré donde están las abejas. Lo tomé de un brazo y él se puso de pie, Vamos, corre, le dije y salimos corriendo en dirección a la plaza del pueblo. Yo lo jalaba mientras corríamos por las viejas calles, con el cerro de arena y piedra mirándonos de cerca, con el calor inclemente del verano sobre nuestras cabezas, y con los muchos grillos e insectos que siempre solían llegar después de las lluvias de febrero.