Cuando
era niño solía salir con mis amigos a recorrer las calles de mi pequeño pueblo,
sobre todo en época de vacaciones, en época de verano, el tan insoportable y
sofocante verano que allí se sentía. Recorríamos por las callejuelas empinadas y
estrechas, muchas de ellas con pistas de piedra, algunas con pistas de tierra y
las principales, como en la que vivía, con pista de cemento. Podíamos atravesar
el pueblo de palmo a palmo en unas pocas horas. Tampoco es que era muy grande,
unas veinte cuadras para este lado, otras quince del otro y ahí acababa. El pueblo
se asentaba sobre las faldas arenosas de un cerro de piedra gris oscura que se podía
subir por unas escaleras hechas de rocas sacadas del mismo lugar. Esa gran, larga
y peculiar estribación acostada sobre aquella planicie que alguna vez fue desértica
era un buen punto de referencia para cualquier viajero que intentara llegar allí
desde alguna ciudad lejana. Allí seguía ella después tantos siglos de existencia,
desde que los ancestros del curaca Qasqen, el último que vivió por esos lares, se
establecieran en ese pequeño valle rodeado de acequias, arenales y pequeñas colinas.
En
las épocas de verano teníamos muchos insectos visitantes con los que había que
lidiar. Entre ellos estaban unos pequeños bichos marrones que cada noche nos
cantaban interrumpiendo o quitándonos el sueño con sus cantos agudos y
monótonos. Grillos, muchos grillos llegaban en febrero después de las lluvias
que traía el fenómeno del niño. Las paredes de las calles aparecían atiborradas
de ellos. En las noches, debajo de los postes, se congregaban en gran cantidad
unos sobre otros. Algunos peleando, otros queriendo saltar hasta los focos,
otros trepados en las paredes formando una mancha oscura en movimiento.
Nosotros salíamos a su encuentro, los observamos acercándonos cada vez más
hasta sentirlos saltar sobre nuestras cabezas, o posándose en nuestros hombros,
o nuestras espaldas. Sus patas con espinas nos hincaban suavemente la piel. Nosotros
los cogíamos con una mano para evitar que escapen mientras íbamos juntando la
otra mano para crearle un pequeño y temporal calabozo. Abríamos una rendijita
entre los dedos, los volvíamos a examinar, ellos nos miraban con ese par de
negros y grandes ojos, moviendo sus antenas como queriendo saber lo que
pensábamos hacerles, y nuevamente volvían a caminar hincando sus patas sobre
nuestras manos queriendo escapar. Aunque a muchos de ellos quizás les entraba
la curiosidad por conocer un poco más a esos seres gigantes que los cogían y se
quedaban sobre nosotros, caminando entre nuestros dedos, explorándonos sin irse
a pesar de que los dejábamos libres. Algunos recorrían nuestros brazos subiendo
despacio sobre nuestra piel, hasta que en algún momento ya cansados de
explorarnos abrían sus alas y se lanzaban a volar en un gran salto hacia la libertad.
Daniel
Cabrera era uno de los más pequeños de mi grupo de amigos. Era un niño solitario,
raro y casi no hablaba mucho. Cuando salía con nosotros a jugar y caminar por
las calles del pueblo, por insistencia de su madre, siempre lucía taciturno,
como perdido en un mundo que no se asemejaba al nuestro, un mundo sólo de él,
un mundo donde a veces parecía que alguien le contaba algún chiste y él sonreía
solo, trayendo su sonrisa a nuestro mundo, pero nosotros no lo entendíamos,
porque nuestro mundo era diferente.
Un
día en que jugábamos con una gran cantidad de grillos, corriéndolos y cazándolos
para luego enfrentarlos en mortales peleas, Daniel por primera vez tomó a uno
entre sus manos. Antes no lo había hecho, sólo los miraba de lejos con
curiosidad y a veces se sobresaltaba cuando uno pasaba brincando por su lado.
Pero ese día apareció con uno, estaba muy emocionado. Miren, miren, nos dijo y
nosotros apenas le hicimos caso, Que bien, Danielito, le dije y continué
cazando más grillos. Daniel acercó sus manos a su rostro y empezó a mirar con
curiosidad al insecto. El pequeño animal estaba tranquilo sobre las manos de mi
amigo. Yo volteé a verlo unos minutos después, y allí seguía sentado en el
suelo húmedo, al lado del muro del viejo parque, observando con detenimiento y
curiosidad lo que tenía entre sus dedos. Oigan, chicos vamos por los jardines
de arriba, por allá hay más, dijo alguien. Y todos lo seguimos corriendo,
empujándonos por querer ser los primeros en llegar. La noche anterior había caído
una gran lluvia. Unos grandes charcos de agua se veían en los jardines del viejo
parque, caminamos entre ellos con cuidado de no mojarnos, aunque de rato en
rato a alguien se le ocurría lanzar una piedra sobre un charco, cerca de alguno
de nosotros, haciendo salpicar el agua con barro ensuciándonos hasta la nariz.
En esas pequeñas pocitas de agua se veían algunos grillos muertos flotando
panza arriba, y algunos otros tratando de salir de esa trampa mortal en que
habían caído. Muchas filas de hormigas negras y pequeñas se veían alrededor de
los charcos, y nosotros las seguíamos para encontrar de donde salían. Por allí
se las veía ordenadas llevando en sus espaldas partes de insectos hasta
perderse en algún agujero.
Nuestro
juego y cacería continuó hasta mediodía, y ya luego de haber llenado nuestras bolsas
o latas con muchos insectos nos dispusimos a regresar a casa con un hambre
terrible. Daniel nos seguía por detrás como siempre. Nosotros corríamos de rato
en rato como queriendo perderlo y el pobre, apurado y con sus piernitas
pequeñas, hacía su mejor esfuerzo por alcanzarnos. Llegaba jadeando hasta donde
nos habíamos parado ha esperarlo, y cuando veíamos que ya se paraba a tomar
aire volvíamos a salir corriendo, dejándolo otra vez atrás. Así entre carreras y
paradas llegamos a nuestro barrio. Estábamos todos sucios y empapados. Nos
reunimos unos minutos detrás de la camioneta de Don José para ver cuantos
insectos habíamos juntado cada uno. Hicimos pelear a algunos de ellos. Grillo
contra grillo. Los cogíamos de las patas traseras y los poníamos uno frente a
otro hasta que uno de ellos terminaba arrancándole la cabeza a su contrincante.
Luego de cansarnos de hacer que se maten mutuamente, dejamos libres a los insectos
sobrevivientes dentro de la tolva de la vieja camioneta blanca. Cuando llegó la hora del almuerzo algunos padres y empleadas empezaron a asomarse a las puertas de las casas y
fueron llamándonos uno a uno. Poco a poco la calle otra vez se quedó en
silencio. Nos despedimos quedando encontrarnos en la tarde para salir a jugar.
Esa tarde,
mientras jugábamos un partido de fulbito en plena pista, oímos un zumbido
lejano llegando desde el final de la calle. Levantamos la mirada, nos quedamos
pasmados un segundo mientras el cielo empezaba a oscurecerse. De pronto alguien
de entre nosotros gritó, ¡Todos al suelo!, y todos nos arrojamos de un solo
golpe sobre la acera. Una gran mancha negra volaba hacia donde estábamos,
dejando oír un zumbido cada vez más fuerte mientras se acercaba y pasaba a
pocos metros del suelo. Era un gran enjambre de abejas que había llegado a la
ciudad. Nos quedamos unos segundos acostados, y luego cuando ya estuvimos seguros
de que no quedaba una sola abeja sobre nuestras cabezas nos levantamos, nos
miramos, y sin decir una palabra salimos corriendo. Seguimos desde lejos el
gran enjambre, teníamos que saber a donde se dirigía.
Daniel
no salió a jugar esa tarde. Él se había quedado en su casa porque su mamá,
quien siempre lo empujaba a que se reúna con los chicos del barrio, no se
encontraba. Así que aprovechó para jugar con su nueva mascota, aquella que
había llevado de la calle esa mañana. Daniel llevó el grillo a su cuarto, lo
puso sobre su cama y fue a buscar algo en su ropero. No tardó mucho en
encontrarlo. El pequeño insecto, que no se había movido de donde lo había
dejado, lo miraba con curiosidad moviendo sus antenas. Daniel lo volvió a tomar
con cuidado entre sus manos y lo metió a la caja de zapatos que traía bajo el
brazo. Este será tu nuevo hogar amiguito, desde hoy yo cuidare de ti y ya no
tendrás que estar allá afuera sufriendo con la lluvia y pasando hambre. El
pequeño insecto lo miró desde la caja e hizo ¡cric!, ¡cric! en respuesta. Tomó
un viejo lapicero que encontró en la mesa de noche al lado de su cama y le hizo
unos agujeros a la tapa de la caja. Miró de cerca por cada uno de los huequitos
que había hecho, agrandó algunos que le parecieron muy pequeños, volvió a
mirarlos y, sí, ahora estaban bien, ahora había buena luz y ventilación para la
casa de su amigo. Una vez terminado eso, se quedó pensando que más podría
hacer. Un instante después se puso de pie, dejó la caja de zapatos sobre su
cama y salió corriendo de su habitación. Tenía que ir a buscarle algo de comer.
Fue hasta la cocina, abrió su vieja refrigeradora y buscó entre las verduras.
Al poco rato volvía a su cuarto con un pedazo de zanahoria, un trocito de
tomate, una pequeña hoja de lechuga y unas cáscaras de arveja. Metió todo
dentro de la caja donde estaba su grillo mientras le decía, Esta tarde tendrás
un buen banquete, amiguito. El grillo se acercó a la lechuga y empezó a comer
mientras Daniel miraba con curiosidad como devoraba esa hojita. Un día, dijo
Daniel dirigiéndose al pequeño insecto, mi papá se fue de casa, me dijo que se
iría de viaje muy lejos, pero que vendría a verme para mi cumpleaños. Pero algo
debe haberle pasado porque ya pasaron dos cumpleaños y él no regresa, ni me ha
escrito, ni nada. Quizás viajó a algún lugar muy lejano, desde el cual no puede
regresar y donde no llegan los carteros, ¿di?, dijo Daniel mirando fijamente al
insecto esperando inocentemente que este le respondiera. Quizás está perdido
por las montañas o por la selva y no sabe cómo encontrar el camino de regreso. Sabes,
le dijo como quien habla con un buen amigo, él es muy valiente y grande, muchas
veces me llevaba en hombros y jugábamos a pelear contra invasores extraterrestres,
como los de la tele. A veces pienso que él no es de acá, que vino de otro
planeta. Puede que su nave se halla malogrado en alguna galaxia lejana y le es difícil
volver. Yo me siento tan diferente al resto de niños que creo que no pertenezco
a este mundo. Quizás vine de otro planeta también, ¿no crees?, le pregunto al
insecto que comía tranquilamente en la caja. Voy a esperarlo todas las tardes y
todas las noches mirando al cielo desde mi ventana, seguro que un día logrará
arreglar su nave y vendrá a llevarme con él a un lugar donde todo sea bonito,
no como este. Iremos a un planeta de verdad, y tú iras conmigo, seguro que allá
habrá muchas cosas ricas que comer, allá podremos jugar todo lo queramos, y quizás
allá mi madre con lo feliz que se sienta ya deje de gritarme y pegarme por
todo, dijo Daniel dejando escapar un pequeño suspiro de esperanza. El grillo
seguía comiendo, había dejado mordisqueada la hoja de lechuga y ahora estaba
sobre la cáscara de arveja. Daniel lo miraba con una pequeña sonrisa dibujada
en su rostro. Ya verás amigo allá seremos los reyes, ya veras, dijo finalmente
antes volver a tapar la caja e irse a leer un libro de historietas. Rato más
tarde volvió a buscar a su grillo, había sacado sus juguetes y los tenía
esparcidos sobre su cama. Allí jugó largo rato con sus soldaditos, sus carros y
su amiguito que participaba dando pequeños brincos en el pequeño campo de
batalla en que se había convertido la cama. Así, entre juegos inocentes, se
pasó toda la tarde.
La
noche llegó. Daniel se había quedado dormido sobre su cama, al lado de la caja
donde estaba su grillo. Su madre regresó tarde aquella noche, entró al cuarto
de su hijo en silenció. Estaba oscuro. Sólo un pequeño rayo de luna se colaba
por la ventana. Puso la caja de zapatos a un lado sin percatarse de lo que
contenía, guardó como pudo los juguetes, le puso el pijama a Daniel que no
abrió un solo ojo, y lo acostó dentro de la cama. Una mirada triste brotó de su
rostro. Observó unos segundos a su pequeño, pensó o recordó algo, mientras un suspiro
afligido nacía de su pecho. Se puso de pie, miró al cielo a través de la larga
ventana de metal, cerró las cortinas de la habitación y se fue a dormir.
Esa
noche Daniel soñó con su padre. Él estaba en un lugar lejano y parecía como
perdido. Lo vio delgado y mal vestido. Tuvo pena por él. Sí, allí estaba, tenía
la cara triste por no poder regresar a casa. También vio en sus sueños como su
grillo, convertido en un insecto gigante, lo llevaba en su espalda cruzando el
cielo hasta donde estaba su padre y lo rescataba de ese lugar tan inhóspito.
A la
mañana siguiente, Daniel despertó con el recuerdo del sueño que había tenido,
buscó desesperado la caja de zapatos donde había puesto a su amigo. Miró sobre
la cama, miró debajo de ella, miró en su mesita de noche, hasta que finalmente
la encontró al lado de su caja de juguetes, en un rincón de su habitación. La observó
minuciosamente por todos lados, un pequeño agujero se veía en uno de los
rincones. El grillo ya no estaba, se había ido. Daniel en su mente infantil y
fantasiosa pensó que quizás el sueño había sido realidad, que su amigo al
escuchar su historia la tarde anterior había decidido ayudarlo e ir a buscar a
su padre. Tenía la esperanza de que pronto volvería a ver a su papá después de
tanto tiempo de ausencia. Abrió las cortinas de su ventana, se quedó mirando al
cielo azul de esa mañana, junto las manos y empezó a orar. De pronto, un grito
de susto proveniente de la cocina lo sacó de sus oraciones. Era su madre. Se bajó
de la cama, se puso rápidamente sus sandalias y salió corriendo a verla. Allí
estaba ella con cara de enojo, la misma que siempre traía desde que se fuera su
padre. Daniel la miró tímidamente sin hablar, y ella señalando un rincón de la
cocina le dijo, ¡Bota ese animal a la basura! Él miró a donde ella señalaba y
vio una pequeña mancha marrón en el piso. Se acercó lentamente a ella, se arrodilló
para verla mejor y pudo distinguir, que allí tirado de espaldas y muerto estaba
su grillo. Daniel no pudo contener las lágrimas, Eres mala, porque siempre eres
mala, le dijo llorando a su madre. Ella sin entender, le gritó más fuerte,
¡Bota ese animal, y no llores como una niña!, luego dio media vuelta y se
marchó a su cuarto. Daniel levantó a su amigo con cuidado, salió de su casa y
se dirigió hacia el lugar donde el día anterior lo había encontrado. Eran muchas
cuadras de camino hasta lo alto del pueblo, pero a él no le importó. Caminaba triste
por la pérdida de su amigo y porque su sueño ya no podría cumplirse. Minutos más
tarde llegó hasta el parque. Vio algunos grillos trepados en los costados de los
viejos muros. Daniel se paró frente a donde estaba el grupo más numeroso, los
miró con nostalgia un segundo, se arrodilló en el yermo jardín y empezó a
escarbar. Hizo un pequeño agujero. Allí puso al insecto, le dijo, Gracias
amiguito, con voz apagada mientras tapaba el agujero con un poco de tierra.
Clavó una ramita sobre la pequeña tumba, hizo una oración en silencio y
finalmente regresó caminando cabizbajo a su casa.
Esa
tarde volvimos a ver a Daniel, estaba más callado que nunca, metido en su mundo
como siempre, con cara triste, Vamos, Daniel, le dije, Ayer llegó un gran enjambre
de abejas y han hecho sus colmenas en los árboles de la Plaza de Armas, vamos a
ver. Él me miró serio y me dijo, No me importan las abejas, y luego bajó la
cabeza, ¿No quieres ir?, le insistí, Si quieres después vamos a atrapar más
grillos como ayer, ya veo que no les tienes miedo, que dices, vamos, y él sin
levantar la cabeza me dijo, No les hagan daño, ellos son buenos. Anoche soñé
que mi grillo rescataba a mi padre, agregó con un aire de resignación. Yo lo
miré extrañado, sin entender lo que decía. Yo sabía que su padre los había
abandonado hace un par de años para irse lejos con otra mujer, al menos eso
decían los mayores. Su cara de tristeza me conmovió, quería hacer algo para que
saliera de ese estado. Me acerqué a él, le puse mi mano sobre su hombro y le
dije, Está bien, Daniel, hoy iremos a jugar con los grillos, pero no les
haremos daño, sólo jugaremos con ellos, ¿está bien?, y él sin mirarme asintió
con la cabeza. Ven, vamos, le dije, te enseñaré donde están las abejas. Lo tomé
de un brazo y él se puso de pie, Vamos, corre, le dije y salimos corriendo en dirección
a la plaza del pueblo. Yo lo jalaba mientras corríamos por las viejas calles,
con el cerro de arena y piedra mirándonos de cerca, con el calor inclemente del
verano sobre nuestras cabezas, y con los muchos grillos e insectos que siempre
solían llegar después de las lluvias de febrero.