Adrián
había esperado con cierta impaciencia el día en que regresaría a visitar el
pueblo del cual meses atrás había salido para emigrar a la gran ciudad. Aquella
mañana se levantó muy temprano, se vistió rápidamente, corrió hacia el baño, se
lavó la cara y se peinó los largos pelos lacios que le caían como cerquillo por
la frente. Buscó su mochila en su pequeña habitación, chequeó que allí
estuviera su pasaje y el dinero que había reservado para ese día y salió de
casa presuroso. Minutos después llegó corriendo a la estación del tren. Estaba
empapado de sudor y muy agitado, pero aliviado de haber llegado a tiempo. Un
viento fresco circulaba por allí esa mañana, pero él no lo sintió. Apenas se
dio cuenta de la gente que lo rodeaba. El tren ya estaba por partir. Adrián se
acercó a la fila donde el último pasajero estaba terminando de subir.
Repentinamente miró al cielo que se tornaba celeste y pensó que ese iba a ser
un lindo día, respiró profundamente y algo más aliviado caminó lento. El
boletero lo apuró con un gesto de manos señalándole el vagón a donde debía ir.
Adrián volvió a acelerar su andar y de un salto trepó al viejo carro. Buscó su
asiento, guardó su mochila y se sentó exhalando un gran suspiro.
Luego
de estar mirando un rato por la ventana del tren, por el cual podía apreciar el
paisaje desértico de la costa, lleno de dunas y pequeñas estribaciones, se quedó
dormido. Dos horas más tarde había llegado a su destino. Un pitido muy sonoro
lo despertó. Era el tren anunciando su llegada. Adrián se levantó de un brinco
de su asiento, cogió sus cosas y corrió hasta la puerta del vagón, quería ser
el primero en bajar. Cuando la puerta se abrió, haciendo un chillido que le
estremeció los dientes, el sol de la mañana lo bañó por completo con sus rayos
tibios. Él sintió ese calorcito como una buena bienvenida. Bajó lento como
queriendo empaparse en cada paso con el rocío húmedo de la mañana. Estaba sonriente.
Miró el viejo edificio de la estación, y volteó a ver a sus alrededores, parecía
que nada había cambiado. Desde que él tenía uso de razón ese lugar siempre
había sido así. Empezó a caminar. Cruzó la avenida y llegó donde estaba la
larga fila de vendedores ambulantes de comida. Panes, rosquitas, jugos, chicharrones,
anticuchos, papas rellenas, y otras tantas comidas para satisfacer el hambre
matutino de los caminantes. Olores y pregones se mezclaban en ese ambiente, los
cuales se podían sentir penetrando agudamente en cada uno de los sentidos. A
esa hora había mucha gente. Adrián caminó entre ellos abriéndose paso con
dificultad.
De
pronto recordó algo y fijo su mirada en una casa amarilla al otro lado de la
vereda, allí en su pequeña ventana pudo ver a una chica de cabello castaño que
se había asomado a ver a la gente pasar. Era Mayra su amiga de infancia y
adolescencia. Aquella a quien no había vuelto a hablar después que el enamorado
de ella los descubriera a punto de besarse y le propinara un puñete que lo dejó
varios días con el cachete rojo. Luego de ese incidente, Mayra le escribió una
nota pidiéndole que ya no la buscara más, que no quería tener más problemas con
su enamorado y que ya no quería ser su amiga. A él esa nota le estrujó el
vientre de rabia y le llenó los ojos de tristeza. Arrugó furioso el papel y con
ella entre su puño le dio muchos golpe a la pared de su cuarto hasta que los
nudillos de los dedos parecían que iban a sangrar. Su rostro se le encendió como
si todos los sentimientos le estuvieran ardiendo por dentro. Pareció que estaba
a punto de estallar. Fue al baño, hizo mil pedazos el papel sobre la taza del
inodoro y luego jaló la palanca. Pero la rabia no se le pasó, así que le volvió
a dar más puñetes a la pared del baño, y luego ya cansado, adolorido pero más tranquilo,
se lavó las manos, se limpió la nariz, y le dijo adiós a los últimos restos de
papel escupiendo sobre ellos y volviendo a jalar la palanca. No tenía ganas de
volverla a ver en su vida, no tenía ganas de volverse a enamorar.
De
eso habían pasado casi dos años, pero esa mañana ya los sentimientos de aquel
triste día se habían esfumado. Y Adrián la miraba con nostalgia mientras
caminaba entre la gente. Que linda que está, pensó en un momento sin apartarle
la vista, escondido entre la multitud de la calle. De pronto alguien tropezó
con él y lo sacó de su observación. Perdón señora, se disculpó. Y la señora que
iba a apurada con su gran canasta de mimbre en dirección al mercado apenas lo
miró, le hizo un gesto de desprecio y siguió su camino.
Adrián
volvió la vista hacia la ventana, pero ya no había nadie. Se había ido. Dio
unos pasos más y se sentó en un muro a sobarse del golpe. Estuvo allí unos
minutos observando con aire de esperanza a la casa amarilla.
Adrián
recordó las tardes en que podía verla recostada en su ventana como esperando
por alguien. Aquellas eran las épocas del colegio. Cuando salía de clase rumbo
a su casa solía pasar frente a la casa amarilla. Ese siempre había sido su
camino de regreso del colegio. En esos días su orgullo peleaba con sus
sentimientos. Tenia ganas de volver a buscarla, de acercársele y decirle “hola”
una vez, sólo una vez más se decía. Y allí era cuando volvía a recordar el oscuro
día de la nota y las noches en que no pudo dormir odiándola y amándola con la
complicidad de su almohada. Y otra vez su absurdo y tan crecido orgullo volvía
a ganar la batalla, y seguía de largo con su ropa de colegió sucia y su mochila
al hombro, sin intentar siquiera voltear a saludarla.
Esa
mañana ayudó a su padre a vender los pocos libros que aún quedaban en la tienda
y a guardar en grandes cajas aquellos
que iban a donar a los colegios del pueblo. Para eso había vuelto. Tenían que
dejar todo en orden antes de que su padre pudiera mudarse con ellos a vivir a
la gran ciudad.
Por
la noche Adrián fue al encuentro de sus amigos para ir a dar una vuelta por la
plaza del pueblo. Se reunieron frente al muro de la iglesia, su lugar de
siempre, donde tantas noches pasaron conversando y riendo de la vida y las
locuras que hacían de adolescentes. El reloj de la torre municipal daba las
ocho cuando ya todos estaban allí reunidos. Una Luna grande se divisaba sobre
la colina más lejana y unas pocas nubes grisáceas y tristes marchaban lentas
por el firmamento. Los amigos se habían vuelto a reunir. Allí, junto a Adrián
estaban Carlos Mattos, Mario Jiménez y el gordo José Castillo. Él estaba feliz
de volver a encontrarlos después de ocho meses de ausencia que le parecieron
toda una vida. Esa noche recorrieron la plaza mil veces dando vueltas alrededor
de ella junto a la multitud de jóvenes que allí se aglomeraba cada fin de
semana. Más tarde, ya aburridos de la caminata, fueron a la única discoteca que
tenía el pueblo. Pidieron unas cuantas cervezas y se sentaron a conversar. De
rato en rato cada uno se desaparecía a bailar con alguna de las chicas que
estaba por allí, tratando de ganar alguna conquista para la noche. Carlos
Mattos era el más mujeriego de todos y se conocía a casi todas las chicas del
lugar. Las más jovencitas siempre estaban detrás de él. Tenía una atracción para
las adolescentes que no desaprovechaba. Él le presentó algunas amigas durante
la noche y animó a Adrián para que se “agarrara” a alguna. Pero Adrián no
estaba en búsqueda de aventuras esa noche, solo quería bailar y divertirse un
rato con sus amigos. Mario Jiménez era el más bromista de todos y muy conocido
en todos los círculos sociales. Él se encargó de llevar a Adrián a diferentes
mesas a saludar a sus amigos. Y de tanto ir de mesa en mesa, brindando con cada
amigo que se encontraban Adrián ya empezaba a sentirse algo mareado. Regresó a
su mesa para sentarse con el gordo José Jiménez que en esos días andaba
enamorado de una morena que se le hacia la difícil para aceptarlo y él, que era
muy enamoradizo, sufría por eso. Adrián y el gordo José se quedaron en la mesa
conversando con un par de cervezas al lado. El gordo había sido uno de sus
mejores amigos en los últimos años. Se conocían muchos secretos uno del otro,
se habían apoyado tanto cuando cada quien pasó, en su momento, por alguna
dificultad de esas que nunca faltan en la vida, y más en la de un adolescente.
Hasta en algún momento se habían enamorado de una misma chica. Esa que finalmente
terminó estando con otro de sus compañeros de colegio, haciendo que Adrián y el
gordo se volvieran aún más amigos por unirlos la misma desilusión.
Adrián
pidió un par de cervezas más. Es la última amigo que mañana tengo que
levantarme temprano, le dijo el gordo quien tenía que ayudar a su padre en las
faenas de la granja. Adrián asintió con la cabeza, él también tenía que
levantarse temprano a terminar de ordenar todo en la tienda.
La
discoteca se había quedado con poca gente, ya el tumulto de minutos atrás había ido desapareciendo poco a poco. Adrián que en toda lo noche no había dejado de pensar en Mayra y
se había pasado todo el tiempo mirando a todos lados con el fin de encontrarla,
volvió a echar un vistazo profundo por todo el recinto metiendo su vista hasta
en los rincones más oscuros. De pronto una silueta en el fondo del salón le
llamó la atención, él sin saber porqué la siguió con la mirada. Pero algo lo
distrajo de su observación. José, a quien una chica se le había acercado, se
había puesto de pie y le dijo a Adrián que ella era Ruth. Se la presentó. Ruth era
la morena de quien el gordo había estado hablando toda la noche. Adrián se
distrajo un minuto saludándola. Luego el gordo haciéndole un guiño a su amigo,
le dijo que ya regresaba, cogió a su amiga de la mano y se la llevó a la pista
de baile.
Adrián
aprovechó la ausencia de su amigo para ir hacia donde había visto esa silueta
que le llamó la atención. Se fue abriendo paso entre las pocas parejas que habían
en la pista hasta llegar a una mesa, en un rincón oscuro, donde pudo divisar la
silueta de una mujer sentada frente a él. En la oscuridad de la discoteca no
pudo distinguir bien su rostro, pero mientras más se acercaba, más sentía su
corazón brincar dentro de su pecho, tenía el presentimiento que podría ser
ella. La chica se puso de pie y se le acercó. Adrián sintió que unas manos
pequeñas y suaves tocaban las suyas y lo jalaban suavemente a otro rincón
oscuro. Una luz fugaz de pronto le iluminó el rostro. Era Mayra, la chica de la
casa amarilla, la niña de quien siempre había estado enamorado. Se tomaron de
las manos e intercambiaron miradas de profundo cariño sin decir nada. Sólo un
sincronizado suspiro se oyó de ambos lados y luego sonrieron. ¿Cómo estas?
Dijeron los dos al mismo tiempo y volvieron a sonreír. Adrián cortó su sonrisa
para decirle que la veía muy linda. Ella le agradeció, y le volvió a preguntar
que como estaba. Estoy bien, le dijo Adrián y agregó: Hace mucho que no
hablamos, ¿verdad?
Ella
hizo un gesto tratando de jalar una sonrisa que traía consigo el recuerdo del
tiempo que eran amigos, buenos amigos. Si hace mucho que no lo hacemos, fuimos
unos chiquillos tontos y orgullosos en aquel tiempo, pero mírate ahora ya estás
todo un caballero, le dijo ella. Gracias, sabes yo nunca deje de pensar en ti,
nunca deje de anhelar el día que volveríamos a ser los buenos amigos de antes.
Y es más nunca deje de anhelar completar el beso que quise darte aquella tarde,
dijo Adrián mirándola con esos ojos que habían guardado ese sentimiento por
tanto tiempo.
Ella
no respondió nada a lo ultimo, sólo le dio un beso en la mejilla y lo volvió a
mirar a los ojos como quien mira a un ser amado que ha arribado después de un
largo viaje. Tengo que irme, dijo ella de pronto, interrumpiendo el aire mágico
que se había instalado entre ellos. Pasa mañana por mi casa antes de irte,
agregó. Y él sin querer soltarla le dijo: Así lo haré. Y le dio un beso justo
en el extremo donde los labios se unen al rostro y así se mantuvieron pegados
unos segundos que se volvieron una eternidad. Luego ella se soltó y se fue. Adrián
se quedó observando como se alejaba y se perdía en la oscuridad del recinto.
Esa
noche no pudo dormir pensando en ella, recordando la textura de sus manos y la
suavidad de sus mejillas. Su dulce y delicado perfume se le había impregnado en
la piel, y la fugaz, pero intensa mirada recibida la tenía clavada en su mente
nublándole los demás sentidos.
A
la mañana siguiente ayudó a su padre a arreglar la tienda, sin dejar de pensar
un solo instante en Mayra. El recuerdo de la noche anterior inundaba su mente. Pero
sus memorias traspasaron más allá del encuentro nocturno y llegaron hasta el
momento que la conoció. Eran apenas unos niños cuando eso pasó. Una tarde en
que regresaba camino a casa, Adrián sintió una vocecilla que lo llamaba:
¡Amigo! ¡Amigo!, escuchó, pero no se atrevió a voltear pues no sabía si esas
palabras eran para él. De pronto un silbido corto pero fuerte penetró sus oídos
haciendo que volteara instintivamente. Allí estaba ella, sonriendo en su
ventana. Tenía el cabello recogido, aunque unos mechones castaños y lacios se
le habían escapado del moño llegándole hasta el rostro y a los cuales ella
alejaba de su nariz con un disimulado soplido. Por favor, puedes alcanzarme ese
lapicero, le dijo aquella vez, señalando hacia la pista. Él lo recogió y se lo
entregó, ella le preguntó su nombre y él empezó a contarle su vida. Así nació
esa amistad. Después de eso, siempre se encontraban. Él pasaba por su casa a la
salida del colegio y si la veía en su ventana se quedaba un buen rato
conversando. Pasaron muchos años con esa amistad. Algunos fines de semana, cuando
ya eran adolescentes, antes de que él se reuniera con sus amigos, iba a verla. Conversaban
sentados en la puerta de su casa hasta que llegara la hora en que había quedado
encontrarse con su grupo y entonces se marchaba. Ella ingresaba a su casa y se
alistaba para salir con sus amigos. Por alguna razón, que ninguno se preguntó
nunca, no salían juntos, ni unían a sus grupos de amigos, mantenían su amistad
casi en secreto, volviéndola así más interesante. Cuando por las noches de
fines de semana sus grupos de amigos se cruzaban, él sólo la miraba y le decía
hola, con una sonrisa, y ella respondía de la misma manera. Ni al gordo José le
contó de su amiga, sólo sabia que se conocían por que los veía saludarse, pero
en ese pueblo muchos se saludaban de la misma manera pues en algún momento de
su vida los caminos de todos se cruzaban en algún punto y casi todos conocían a
todos.
Adrián
estuvo enamorado de ella desde el primer día que la vio, y ella también lo
amaba, pero ninguno de los dos se atrevía a decir nada. No querían malograr esa
relación tan especial que habían tenido tantos años, sabían que una relación de
enamorados podía terminar con su amistad y eso era algo que ninguno estaba
dispuesto a perder. Aunque finalmente eso se perdió el día en que Adrián no
pudo soportar más tenerla a su lado y no demostrarle su amor. Aun sabiendo que
ella tenía enamorado, él se le acercó y trató de besarla, a lo que ella no opuso
resistencia, pero las circunstancias habían hecho que su enamorado estuviera
cerca a su casa y haya decidido visitarla justo cuando eso estaba sucediendo.
La
tarde llegó y con ella el tiempo de regresar a la gran ciudad. Adrián ya tenía
lista sus cosas. Metió en su mochila lo poco que había llevado, se guardó un
libro de cuentos que escogió de entre los que aún no se vendían y salió
despidiéndose de su padre con un gran abrazo. Allá afuera la tarde empezaba a
caer y muy a lo lejos entre las colinas verdes que rodeaban el pequeño valle se
podía divisar el humo gris del viejo tren acercándose. Ya el sol estaba por
traspasar la línea divisoria entre el cielo y la tierra que se veía en ese
horizonte lejano. Un cielo de nubes naranjas caminaban cerca de esa línea y
entre sus ranuras se colaban los débiles rayos que despedían el día. Adrián
llegó a la casa amarilla contemplando ese espectáculo celestial.
Una
puerta entreabierta lo recibió. Él tocó un par de veces antes de que, ya
impaciente de esperar, empujara la hoja de madera y metiera sigilosamente la
cabeza. Desde allí la vio acercándose caminando por un largo pasadizo en el que
apenas se veían un par de líneas de luz que se habían escabullido por la
ventana superior de la puerta. Ella le hizo un gesto para que ingrese y él la
obedeció con una pizca de timidez entre las entrañas.
Un
par de sillas antiguas estaban en el recibidor de la entrada, y detrás de ellas
un largo y viejo espejo hacían que el angosto lugar se viera más amplio. Pasa
siéntate, le dijo ella mientras él observaba todo a su alrededor. Era la
primera vez que entraba a su casa. Ella se sentó luego que él lo hiciera, pero
al sentir que estaban muy distantes jaló su silla sin levantarse hasta quedar a
pocos centímetros de él. A esa distancia Adrián podía sentir su aliento de
menta rozándole los labios.
Estuvieron
un rato conversando sobre sus vidas. Él le contó de sus estudios y sus planes de
trabajar en la ciudad y ella le comentó las vivencias de su último año de
escuela. En un momento de la charla se acercaron tanto que sus narices casi se
tocaron. Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Adrián. El deseo de besarla
le inundó la mente. Él miró sus ojos y respiró casi suspirando, miró sus
labios, exploró cada detalle de su rostro adolescente y volvió a respirar con
un suspiro que le nubló la razón. Ella lo tomó de la mano y él le acarició el
rostro. Sus cuerpos se inclinaron hasta que sus narices se rozaron nuevamente.
Él cerró los ojos y buscó sus labios. Ella se dejó encontrar. En ese momento un
beso tímido empezó a nacer. Los labios se iban explorando poco a poco, buscando
descubrir el sabor de hasta su más recóndito rincón. La timidez inicial del
beso pronto fue desapareciendo y en su lugar empezó a surgir uno con febril
frenesí. Sus labios se movían en una armoniosa y frenética danza que los hacía
volar al paraíso de los amores eternos. En un momento él se separó de ella sólo
para mirarla y asegurarse de que no estaba soñando y nuevamente la volvió a
besar con la misma pasión.
De
la tarde sólo quedaba un tenue rastro, la noche empezaba a gobernar. Un silbido
muy cercano se escuchó de pronto. El tren había llegado y ya no había tiempo
para más. Adrián debía partir.
Es
hora de irme, le dijo él sin dejar de besarla. Pero ella hizo como que no lo
oyó. Puso sus brazos alrededor de su cuello y se aferró a él con delicada
firmeza. Adrián volvió a repetir entre besos que tenía que irse, que el tren lo
iba a dejar. Ella lo quiso retener pero finalmente cedió, sabía que tenía que
dejarlo ir. Sabía también que quizás ya no lo volvería a ver más. Él ya no tendría
motivo para regresar al pueblo pues su padre se iría en pocos días y ya no tendría
más familia que visitar por esos lares. Ella también tendría que partir. Su
familia se mudaría en pocas semanas a la capital. Su padre había conseguido un
nuevo trabajo y ella quería estudiar la universidad allá. Sus caminos se habían
bifurcado justo en el momento en que habían decidido dejar brotar ese amor que habían
tenido guardado tanto tiempo. Adrián la miró por última vez con esa expresión de
amor y ternura que se mezclaba con la tristeza de tener que dejar al amor de su
vida. Le acarició las mejillas y le dio un beso final cerrando los ojos y
tratando de preservar en su memoria ese momento, ese sentimiento, tratando de
grabarse la textura de sus labios y el olor de su piel. El tren volvió a sonar
su silbato. Adrián cogió su mochila y caminó hacia la puerta tomado de su mano.
Te escribiré, le dijo, antes de soltarla y decirle adiós. Adrián avanzó presuroso
hacia la estación que estaba a pocos metros de la casa. Mientras subía al vagón
no dejaba de mirarla. Ella estaba allí en su puerta, mirándolo con esos ojos de
ternura y despedida. El sol ya se había zambullido en el horizonte dejando una
estela color rojo encendido en el cielo, como si el fuego de ese amor hubiera
escapado hasta el firmamento tiñendo las nubes de intensidad. Los rieles
empezaron a crujir y el tren empezó a alejarse. Adrián no despegó ni un segundo
su vista de ella. Mayra le decía algo con los labios, pero él no pudo entender
y sólo levantó la mano para decir adiós. El tren se fue alejando de la ciudad. Una
pequeña silueta parada frente a una fachada amarilla fue lo último que vio de
ella antes de que el tren volviera a perderse nuevamente en el desierto de dunas
y estribaciones.