20 junio 2012

LA CHICA DE LA CASA AMARILLA



Adrián había esperado con cierta impaciencia el día en que regresaría a visitar el pueblo del cual meses atrás había salido para emigrar a la gran ciudad. Aquella mañana se levantó muy temprano, se vistió rápidamente, corrió hacia el baño, se lavó la cara y se peinó los largos pelos lacios que le caían como cerquillo por la frente. Buscó su mochila en su pequeña habitación, chequeó que allí estuviera su pasaje y el dinero que había reservado para ese día y salió de casa presuroso. Minutos después llegó corriendo a la estación del tren. Estaba empapado de sudor y muy agitado, pero aliviado de haber llegado a tiempo. Un viento fresco circulaba por allí esa mañana, pero él no lo sintió. Apenas se dio cuenta de la gente que lo rodeaba. El tren ya estaba por partir. Adrián se acercó a la fila donde el último pasajero estaba terminando de subir. Repentinamente miró al cielo que se tornaba celeste y pensó que ese iba a ser un lindo día, respiró profundamente y algo más aliviado caminó lento. El boletero lo apuró con un gesto de manos señalándole el vagón a donde debía ir. Adrián volvió a acelerar su andar y de un salto trepó al viejo carro. Buscó su asiento, guardó su mochila y se sentó exhalando un gran suspiro.
Luego de estar mirando un rato por la ventana del tren, por el cual podía apreciar el paisaje desértico de la costa, lleno de dunas y pequeñas estribaciones, se quedó dormido. Dos horas más tarde había llegado a su destino. Un pitido muy sonoro lo despertó. Era el tren anunciando su llegada. Adrián se levantó de un brinco de su asiento, cogió sus cosas y corrió hasta la puerta del vagón, quería ser el primero en bajar. Cuando la puerta se abrió, haciendo un chillido que le estremeció los dientes, el sol de la mañana lo bañó por completo con sus rayos tibios. Él sintió ese calorcito como una buena bienvenida. Bajó lento como queriendo empaparse en cada paso con el rocío húmedo de la mañana. Estaba sonriente. Miró el viejo edificio de la estación, y volteó a ver a sus alrededores, parecía que nada había cambiado. Desde que él tenía uso de razón ese lugar siempre había sido así. Empezó a caminar. Cruzó la avenida y llegó donde estaba la larga fila de vendedores ambulantes de comida. Panes, rosquitas, jugos, chicharrones, anticuchos, papas rellenas, y otras tantas comidas para satisfacer el hambre matutino de los caminantes. Olores y pregones se mezclaban en ese ambiente, los cuales se podían sentir penetrando agudamente en cada uno de los sentidos. A esa hora había mucha gente. Adrián caminó entre ellos abriéndose paso con dificultad.
De pronto recordó algo y fijo su mirada en una casa amarilla al otro lado de la vereda, allí en su pequeña ventana pudo ver a una chica de cabello castaño que se había asomado a ver a la gente pasar. Era Mayra su amiga de infancia y adolescencia. Aquella a quien no había vuelto a hablar después que el enamorado de ella los descubriera a punto de besarse y le propinara un puñete que lo dejó varios días con el cachete rojo. Luego de ese incidente, Mayra le escribió una nota pidiéndole que ya no la buscara más, que no quería tener más problemas con su enamorado y que ya no quería ser su amiga. A él esa nota le estrujó el vientre de rabia y le llenó los ojos de tristeza. Arrugó furioso el papel y con ella entre su puño le dio muchos golpe a la pared de su cuarto hasta que los nudillos de los dedos parecían que iban a sangrar. Su rostro se le encendió como si todos los sentimientos le estuvieran ardiendo por dentro. Pareció que estaba a punto de estallar. Fue al baño, hizo mil pedazos el papel sobre la taza del inodoro y luego jaló la palanca. Pero la rabia no se le pasó, así que le volvió a dar más puñetes a la pared del baño, y luego ya cansado, adolorido pero más tranquilo, se lavó las manos, se limpió la nariz, y le dijo adiós a los últimos restos de papel escupiendo sobre ellos y volviendo a jalar la palanca. No tenía ganas de volverla a ver en su vida, no tenía ganas de volverse a enamorar.

De eso habían pasado casi dos años, pero esa mañana ya los sentimientos de aquel triste día se habían esfumado. Y Adrián la miraba con nostalgia mientras caminaba entre la gente. Que linda que está, pensó en un momento sin apartarle la vista, escondido entre la multitud de la calle. De pronto alguien tropezó con él y lo sacó de su observación. Perdón señora, se disculpó. Y la señora que iba a apurada con su gran canasta de mimbre en dirección al mercado apenas lo miró, le hizo un gesto de desprecio y siguió su camino.
Adrián volvió la vista hacia la ventana, pero ya no había nadie. Se había ido. Dio unos pasos más y se sentó en un muro a sobarse del golpe. Estuvo allí unos minutos observando con aire de esperanza a la casa amarilla.
Adrián recordó las tardes en que podía verla recostada en su ventana como esperando por alguien. Aquellas eran las épocas del colegio. Cuando salía de clase rumbo a su casa solía pasar frente a la casa amarilla. Ese siempre había sido su camino de regreso del colegio. En esos días su orgullo peleaba con sus sentimientos. Tenia ganas de volver a buscarla, de acercársele y decirle “hola” una vez, sólo una vez más se decía. Y allí era cuando volvía a recordar el oscuro día de la nota y las noches en que no pudo dormir odiándola y amándola con la complicidad de su almohada. Y otra vez su absurdo y tan crecido orgullo volvía a ganar la batalla, y seguía de largo con su ropa de colegió sucia y su mochila al hombro, sin intentar siquiera voltear a saludarla.

Esa mañana ayudó a su padre a vender los pocos libros que aún quedaban en la tienda y a guardar  en grandes cajas aquellos que iban a donar a los colegios del pueblo. Para eso había vuelto. Tenían que dejar todo en orden antes de que su padre pudiera mudarse con ellos a vivir a la gran ciudad.
Por la noche Adrián fue al encuentro de sus amigos para ir a dar una vuelta por la plaza del pueblo. Se reunieron frente al muro de la iglesia, su lugar de siempre, donde tantas noches pasaron conversando y riendo de la vida y las locuras que hacían de adolescentes. El reloj de la torre municipal daba las ocho cuando ya todos estaban allí reunidos. Una Luna grande se divisaba sobre la colina más lejana y unas pocas nubes grisáceas y tristes marchaban lentas por el firmamento. Los amigos se habían vuelto a reunir. Allí, junto a Adrián estaban Carlos Mattos, Mario Jiménez y el gordo José Castillo. Él estaba feliz de volver a encontrarlos después de ocho meses de ausencia que le parecieron toda una vida. Esa noche recorrieron la plaza mil veces dando vueltas alrededor de ella junto a la multitud de jóvenes que allí se aglomeraba cada fin de semana. Más tarde, ya aburridos de la caminata, fueron a la única discoteca que tenía el pueblo. Pidieron unas cuantas cervezas y se sentaron a conversar. De rato en rato cada uno se desaparecía a bailar con alguna de las chicas que estaba por allí, tratando de ganar alguna conquista para la noche. Carlos Mattos era el más mujeriego de todos y se conocía a casi todas las chicas del lugar. Las más jovencitas siempre estaban detrás de él. Tenía una atracción para las adolescentes que no desaprovechaba. Él le presentó algunas amigas durante la noche y animó a Adrián para que se “agarrara” a alguna. Pero Adrián no estaba en búsqueda de aventuras esa noche, solo quería bailar y divertirse un rato con sus amigos. Mario Jiménez era el más bromista de todos y muy conocido en todos los círculos sociales. Él se encargó de llevar a Adrián a diferentes mesas a saludar a sus amigos. Y de tanto ir de mesa en mesa, brindando con cada amigo que se encontraban Adrián ya empezaba a sentirse algo mareado. Regresó a su mesa para sentarse con el gordo José Jiménez que en esos días andaba enamorado de una morena que se le hacia la difícil para aceptarlo y él, que era muy enamoradizo, sufría por eso. Adrián y el gordo José se quedaron en la mesa conversando con un par de cervezas al lado. El gordo había sido uno de sus mejores amigos en los últimos años. Se conocían muchos secretos uno del otro, se habían apoyado tanto cuando cada quien pasó, en su momento, por alguna dificultad de esas que nunca faltan en la vida, y más en la de un adolescente. Hasta en algún momento se habían enamorado de una misma chica. Esa que finalmente terminó estando con otro de sus compañeros de colegio, haciendo que Adrián y el gordo se volvieran aún más amigos por unirlos la misma desilusión.
Adrián pidió un par de cervezas más. Es la última amigo que mañana tengo que levantarme temprano, le dijo el gordo quien tenía que ayudar a su padre en las faenas de la granja. Adrián asintió con la cabeza, él también tenía que levantarse temprano a terminar de ordenar todo en la tienda.
La discoteca se había quedado con poca gente, ya el tumulto de minutos atrás había ido desapareciendo poco a poco. Adrián que en toda lo noche no había dejado de pensar en Mayra y se había pasado todo el tiempo mirando a todos lados con el fin de encontrarla, volvió a echar un vistazo profundo por todo el recinto metiendo su vista hasta en los rincones más oscuros. De pronto una silueta en el fondo del salón le llamó la atención, él sin saber porqué la siguió con la mirada. Pero algo lo distrajo de su observación. José, a quien una chica se le había acercado, se había puesto de pie y le dijo a Adrián que ella era Ruth. Se la presentó. Ruth era la morena de quien el gordo había estado hablando toda la noche. Adrián se distrajo un minuto saludándola. Luego el gordo haciéndole un guiño a su amigo, le dijo que ya regresaba, cogió a su amiga de la mano y se la llevó a la pista de baile.
Adrián aprovechó la ausencia de su amigo para ir hacia donde había visto esa silueta que le llamó la atención. Se fue abriendo paso entre las pocas parejas que habían en la pista hasta llegar a una mesa, en un rincón oscuro, donde pudo divisar la silueta de una mujer sentada frente a él. En la oscuridad de la discoteca no pudo distinguir bien su rostro, pero mientras más se acercaba, más sentía su corazón brincar dentro de su pecho, tenía el presentimiento que podría ser ella. La chica se puso de pie y se le acercó. Adrián sintió que unas manos pequeñas y suaves tocaban las suyas y lo jalaban suavemente a otro rincón oscuro. Una luz fugaz de pronto le iluminó el rostro. Era Mayra, la chica de la casa amarilla, la niña de quien siempre había estado enamorado. Se tomaron de las manos e intercambiaron miradas de profundo cariño sin decir nada. Sólo un sincronizado suspiro se oyó de ambos lados y luego sonrieron. ¿Cómo estas? Dijeron los dos al mismo tiempo y volvieron a sonreír. Adrián cortó su sonrisa para decirle que la veía muy linda. Ella le agradeció, y le volvió a preguntar que como estaba. Estoy bien, le dijo Adrián y agregó: Hace mucho que no hablamos, ¿verdad?
Ella hizo un gesto tratando de jalar una sonrisa que traía consigo el recuerdo del tiempo que eran amigos, buenos amigos. Si hace mucho que no lo hacemos, fuimos unos chiquillos tontos y orgullosos en aquel tiempo, pero mírate ahora ya estás todo un caballero, le dijo ella. Gracias, sabes yo nunca deje de pensar en ti, nunca deje de anhelar el día que volveríamos a ser los buenos amigos de antes. Y es más nunca deje de anhelar completar el beso que quise darte aquella tarde, dijo Adrián mirándola con esos ojos que habían guardado ese sentimiento por tanto tiempo.
Ella no respondió nada a lo ultimo, sólo le dio un beso en la mejilla y lo volvió a mirar a los ojos como quien mira a un ser amado que ha arribado después de un largo viaje. Tengo que irme, dijo ella de pronto, interrumpiendo el aire mágico que se había instalado entre ellos. Pasa mañana por mi casa antes de irte, agregó. Y él sin querer soltarla le dijo: Así lo haré. Y le dio un beso justo en el extremo donde los labios se unen al rostro y así se mantuvieron pegados unos segundos que se volvieron una eternidad. Luego ella se soltó y se fue. Adrián se quedó observando como se alejaba y se perdía en la oscuridad del recinto.
Esa noche no pudo dormir pensando en ella, recordando la textura de sus manos y la suavidad de sus mejillas. Su dulce y delicado perfume se le había impregnado en la piel, y la fugaz, pero intensa mirada recibida la tenía clavada en su mente nublándole los demás sentidos.
A la mañana siguiente ayudó a su padre a arreglar la tienda, sin dejar de pensar un solo instante en Mayra. El recuerdo de la noche anterior inundaba su mente. Pero sus memorias traspasaron más allá del encuentro nocturno y llegaron hasta el momento que la conoció. Eran apenas unos niños cuando eso pasó. Una tarde en que regresaba camino a casa, Adrián sintió una vocecilla que lo llamaba: ¡Amigo! ¡Amigo!, escuchó, pero no se atrevió a voltear pues no sabía si esas palabras eran para él. De pronto un silbido corto pero fuerte penetró sus oídos haciendo que volteara instintivamente. Allí estaba ella, sonriendo en su ventana. Tenía el cabello recogido, aunque unos mechones castaños y lacios se le habían escapado del moño llegándole hasta el rostro y a los cuales ella alejaba de su nariz con un disimulado soplido. Por favor, puedes alcanzarme ese lapicero, le dijo aquella vez, señalando hacia la pista. Él lo recogió y se lo entregó, ella le preguntó su nombre y él empezó a contarle su vida. Así nació esa amistad. Después de eso, siempre se encontraban. Él pasaba por su casa a la salida del colegio y si la veía en su ventana se quedaba un buen rato conversando. Pasaron muchos años con esa amistad. Algunos fines de semana, cuando ya eran adolescentes, antes de que él se reuniera con sus amigos, iba a verla. Conversaban sentados en la puerta de su casa hasta que llegara la hora en que había quedado encontrarse con su grupo y entonces se marchaba. Ella ingresaba a su casa y se alistaba para salir con sus amigos. Por alguna razón, que ninguno se preguntó nunca, no salían juntos, ni unían a sus grupos de amigos, mantenían su amistad casi en secreto, volviéndola así más interesante. Cuando por las noches de fines de semana sus grupos de amigos se cruzaban, él sólo la miraba y le decía hola, con una sonrisa, y ella respondía de la misma manera. Ni al gordo José le contó de su amiga, sólo sabia que se conocían por que los veía saludarse, pero en ese pueblo muchos se saludaban de la misma manera pues en algún momento de su vida los caminos de todos se cruzaban en algún punto y casi todos conocían a todos.
Adrián estuvo enamorado de ella desde el primer día que la vio, y ella también lo amaba, pero ninguno de los dos se atrevía a decir nada. No querían malograr esa relación tan especial que habían tenido tantos años, sabían que una relación de enamorados podía terminar con su amistad y eso era algo que ninguno estaba dispuesto a perder. Aunque finalmente eso se perdió el día en que Adrián no pudo soportar más tenerla a su lado y no demostrarle su amor. Aun sabiendo que ella tenía enamorado, él se le acercó y trató de besarla, a lo que ella no opuso resistencia, pero las circunstancias habían hecho que su enamorado estuviera cerca a su casa y haya decidido visitarla justo cuando eso estaba sucediendo.

La tarde llegó y con ella el tiempo de regresar a la gran ciudad. Adrián ya tenía lista sus cosas. Metió en su mochila lo poco que había llevado, se guardó un libro de cuentos que escogió de entre los que aún no se vendían y salió despidiéndose de su padre con un gran abrazo. Allá afuera la tarde empezaba a caer y muy a lo lejos entre las colinas verdes que rodeaban el pequeño valle se podía divisar el humo gris del viejo tren acercándose. Ya el sol estaba por traspasar la línea divisoria entre el cielo y la tierra que se veía en ese horizonte lejano. Un cielo de nubes naranjas caminaban cerca de esa línea y entre sus ranuras se colaban los débiles rayos que despedían el día. Adrián llegó a la casa amarilla contemplando ese espectáculo celestial.
Una puerta entreabierta lo recibió. Él tocó un par de veces antes de que, ya impaciente de esperar, empujara la hoja de madera y metiera sigilosamente la cabeza. Desde allí la vio acercándose caminando por un largo pasadizo en el que apenas se veían un par de líneas de luz que se habían escabullido por la ventana superior de la puerta. Ella le hizo un gesto para que ingrese y él la obedeció con una pizca de timidez entre las entrañas.
Un par de sillas antiguas estaban en el recibidor de la entrada, y detrás de ellas un largo y viejo espejo hacían que el angosto lugar se viera más amplio. Pasa siéntate, le dijo ella mientras él observaba todo a su alrededor. Era la primera vez que entraba a su casa. Ella se sentó luego que él lo hiciera, pero al sentir que estaban muy distantes jaló su silla sin levantarse hasta quedar a pocos centímetros de él. A esa distancia Adrián podía sentir su aliento de menta rozándole los labios.
Estuvieron un rato conversando sobre sus vidas. Él le contó de sus estudios y sus planes de trabajar en la ciudad y ella le comentó las vivencias de su último año de escuela. En un momento de la charla se acercaron tanto que sus narices casi se tocaron. Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Adrián. El deseo de besarla le inundó la mente. Él miró sus ojos y respiró casi suspirando, miró sus labios, exploró cada detalle de su rostro adolescente y volvió a respirar con un suspiro que le nubló la razón. Ella lo tomó de la mano y él le acarició el rostro. Sus cuerpos se inclinaron hasta que sus narices se rozaron nuevamente. Él cerró los ojos y buscó sus labios. Ella se dejó encontrar. En ese momento un beso tímido empezó a nacer. Los labios se iban explorando poco a poco, buscando descubrir el sabor de hasta su más recóndito rincón. La timidez inicial del beso pronto fue desapareciendo y en su lugar empezó a surgir uno con febril frenesí. Sus labios se movían en una armoniosa y frenética danza que los hacía volar al paraíso de los amores eternos. En un momento él se separó de ella sólo para mirarla y asegurarse de que no estaba soñando y nuevamente la volvió a besar con la misma pasión.
De la tarde sólo quedaba un tenue rastro, la noche empezaba a gobernar. Un silbido muy cercano se escuchó de pronto. El tren había llegado y ya no había tiempo para más. Adrián debía partir.
Es hora de irme, le dijo él sin dejar de besarla. Pero ella hizo como que no lo oyó. Puso sus brazos alrededor de su cuello y se aferró a él con delicada firmeza. Adrián volvió a repetir entre besos que tenía que irse, que el tren lo iba a dejar. Ella lo quiso retener pero finalmente cedió, sabía que tenía que dejarlo ir. Sabía también que quizás ya no lo volvería a ver más. Él ya no tendría motivo para regresar al pueblo pues su padre se iría en pocos días y ya no tendría más familia que visitar por esos lares. Ella también tendría que partir. Su familia se mudaría en pocas semanas a la capital. Su padre había conseguido un nuevo trabajo y ella quería estudiar la universidad allá. Sus caminos se habían bifurcado justo en el momento en que habían decidido dejar brotar ese amor que habían tenido guardado tanto tiempo. Adrián la miró por última vez con esa expresión de amor y ternura que se mezclaba con la tristeza de tener que dejar al amor de su vida. Le acarició las mejillas y le dio un beso final cerrando los ojos y tratando de preservar en su memoria ese momento, ese sentimiento, tratando de grabarse la textura de sus labios y el olor de su piel. El tren volvió a sonar su silbato. Adrián cogió su mochila y caminó hacia la puerta tomado de su mano. Te escribiré, le dijo, antes de soltarla y decirle adiós. Adrián avanzó presuroso hacia la estación que estaba a pocos metros de la casa. Mientras subía al vagón no dejaba de mirarla. Ella estaba allí en su puerta, mirándolo con esos ojos de ternura y despedida. El sol ya se había zambullido en el horizonte dejando una estela color rojo encendido en el cielo, como si el fuego de ese amor hubiera escapado hasta el firmamento tiñendo las nubes de intensidad. Los rieles empezaron a crujir y el tren empezó a alejarse. Adrián no despegó ni un segundo su vista de ella. Mayra le decía algo con los labios, pero él no pudo entender y sólo levantó la mano para decir adiós. El tren se fue alejando de la ciudad. Una pequeña silueta parada frente a una fachada amarilla fue lo último que vio de ella antes de que el tren volviera a perderse nuevamente en el desierto de dunas y estribaciones.

12 mayo 2012

UN REGALO PARA MAMÁ


Aquella mañana mi hermanita y yo nos levantamos muy temprano a terminar de completar nuestro regalo para mamá. Como no teníamos dinero, decidimos hacer algo bonito con nuestras propias manos. Éramos muy pequeños, yo debo haber tenido ocho y mi hermanita seis años, pero a pesar de nuestra corta edad las ganas, el amor y la emoción de darle a mamá un presente que saliera de nuestros corazones nos había convertido en unos pequeños artistas en esos días. El día anterior nos pusimos a pensar en que podíamos hacer. Tenía que ser algo que representara todo ese inmenso sentimiento que sentíamos hacia ella. Fuimos a nuestra vidriería por la tarde, cuando ya estaba cerrada, y empezamos a buscar cosas con las que pudiéramos hacer un lindo adorno. Encontramos cartulinas y pequeños espejos, y con todo esto empezamos a armar un corazón. Cortamos muchas cartulinas antes de lograr la forma perfecta. No era un trabajo sencillo, pero era muy gratificante hacerlo. Logramos hacer una tarjeta en forma de corazón que podía abrirse como un libro, y dentro de ella decidimos ponerle un pequeño espejo. Pensamos que ella podía tenerlo de adorno y que inclusive podía utilizarlo como espejito en su cartera. Ideas inocentes de niños. Cogimos el pegamento que usaba papá para trabajar en la vidriería y adherimos cuidadosamente el pequeño espejo, el cual a pesar de todos mis intentos no pude hacerlo en forma de corazón por lo que decimos ponerle uno rectangular pero eso sí, era el de mejor calidad y el más bonito. Como teníamos que dejar que el pegamento se termine de secar, nos dispusimos a regresar a casa para el día siguiente levantarnos muy temprano y terminar el regalo. A la mañana siguiente fuimos los primeros en levantarnos, corrimos a la vidriería y empezamos a pintar y poner algunos dibujos en la tarjeta. Además de escribir con letras grandes: ¡Feliz Día Mamá!  con el lapicero dorado que papá tenía, y también le agregamos un poco de escarcha de colores para que se vea mucho mejor aún. Dentro de la tarjeta cada uno de los tres hermanos escribió un pequeño saludo, y ya una vez terminada y lista fuimos corriendo a ver a mamá a su cama. ¡Feliz día, Mami! ¡Feliz día, Mami! Entramos gritando, muy emocionados por saludar a mamá y por haber terminado un lindo regalo que habíamos hecho con nuestras propias manos. Mi hermanita se encargó de darle el presente, y mamá estuvo tan emocionada con su tarjetita que nos abrazó y nos besó mucho. Tiene un espejito adentro, le dijimos muy emocionados. Ella lo abrió y se miró en él. Está muy lindo, dijo, con una tierna sonrisa. ¡Gracias, mis amores! Agregó, antes de volver a darnos un beso a cada uno, mientras nosotros nos trepábamos en la cama para estar lo más cerca de ella.
                Ese corazón estuvo mucho tiempo bajo el cuidado de mamá quien lo conservaba con mucho cariño, como un pequeño tesoro. Hoy recordé ese regalo, porque fue uno de los regalos más sencillos que le hicimos a mamá pero uno de los que más la emocionó. Ese corazón de cartulina se convirtió en una representación del amor que compartimos con ella mientras estuvo con nosotros. De todo los detalles y momentos que vivimos a su lado,  de los momentos sencillos pero muy felices que pasamos juntos. No es necesario hacer grandes y costosos regalos para compartir amor. Ella nos enseñó que es importante saber valorar cada momento y cada detalle simple de la vida y compartirlo con amor, humildad y sencillez con tus seres queridos, porque son esos detalles los que vamos a llevar con nosotros por el resto de nuestras vidas.
Aquel espejo que cortamos con nuestras propias manos reflejaba el rostro de mamá, su sonrisa, su mirada, sus gestos y su alma. Eso que nos entregó día a día en cada jornada que vivimos juntos, en las alegres y en las tristes, en las buenas y en las malas. Ella siempre estuvo a nuestro lado en cada paso que dimos por la vida, mostrándonos siempre con sabiduría el sendero recto por donde seguir. El de ella era un rostro que reflejaba dulzura y fortaleza, un rostro en donde el amor y la dedicación a su familia tomaban forma para ser entregados incondicionalmente.
No sé dónde terminó ese corazón de cartulina que hicimos hace muchos años atrás con mis hermanos, pero lo que si se es que en nuestros corazones, cual inmensos espejos, se reflejará por siempre, con el mismo brillo y amor en su mirada, el rostro bello de mamá.

06 mayo 2012

"LA MEDIA VUELTA"


La noche fría y húmeda se iba colando por la ventana semiabierta del auto en marcha que recorría las calles de la ciudad. Andrés al sentir como se le erizaba la piel, la cerró automáticamente y encendió el aire acondicionado. Se miró un segundo en el espejo retrovisor. Los años le habían pasado la factura a su cabello, la herencia de su padre era ser calvo, y él a sus treinta y tres años ya estaba en ése camino. Había salido de su oficina rumbo a La Molina, hacia el departamento que pocos meses atrás había comprado. El otoño ya se iba y el invierno empezaba a mostrar que ese año sería más frio que los anteriores.
— ¡Mierda!, como fue que esa loca ubicó a Galia ¿¡De dónde sacó su teléfono!? …¡’Tamare! tengo que pensar en algo rápido si no la quiero perder definitivamente…— Se dijo Andrés, muy molesto y preocupado.
La aventura que un par de semanas atrás había tenido con aquella chica que conoció en un pub miraflorino lo había metido en problemas. Aquella noche, luego de unos tragos y unos cuantos bailes, terminaron revolcándose en la habitación de un hotel cercano. Pero la historia no término allí, Andrés la buscó un par de veces más. Ella era una buena e insaciable amante, algo loca y con ideas extrañas en la cama. Eso era algo que a Andrés la parecía muy exótico y atractivo. Aunque luego del tercer encuentro ella empezó a mostrar su lado oscuro y posesivo. Le dijo a Andrés que deje a su novia y que se quede con ella. Fue tan insistente su pedido que Andrés tuvo miedo de que la situación se le saliera de las manos y decidió alejarse de esa chica. Ya no la volvió a llamar, ni la busco más, y cuando ella empezó a llamarlo insistentemente él cambio su número de celular. Creyendo haberse liberado de esa complicada relación furtiva, él volvió a su vida normal y cotidiana. Pero no paso mucho tiempo antes de saber nuevamente de ella. De alguna manera aquella chica había averiguado el número de teléfono de Galia, la novia de Andrés, y le había contado con detalles lo que había pasado entre ellos dos. Le dio hasta el nombre de los hoteles y el número de habitación donde habían estado para que ella compruebe que era cierto lo que le decía. Así fue como estalló la bomba en esa relación. Y por más que él lo negó todo, Galia terminó con él luego de un escándalo que le hizo en medio de su oficina.
Mientras manejaba su moderno auto, Andrés cavilaba sobre su complicada situación tratando de encontrar alguna forma de salir de ella lo mejor posible. No podía manchar su reputación de buen chico que se había ganado entre la familia de Galia. Él había trabajado mucho en mantener una imagen impecable todos esos años. Sabia como mantener muy bien guardados sus amoríos fugaces y las escapadas que algunas veces se daba con una u otra chica. Aún entre sus amigos y conocidos, él siempre lucía como todo un caballero, de esos que no se podría pensar que haría ninguna maldad a su novia, menos traicionarla.
— ¡’Tamare!, ¡Que problema son las mujeres! …Quizás esto sea lo mejor, y me sirva para liberarme de una vez de Galia que sólo me esta trayendo  complicaciones y problemas últimamente. Estando solo puedo estar mejor. Estando solo puedo tener la libertad de conocer y salir con quien quiera sin que nadie este jodiéndome, ni controlándome… — Pensaba Andrés, mientras manejaba entre las calles rotas de la ciudad.
En esos días las calles lucían como bombardeadas, como si en ellas hubiera habido una guerra. Huecos y reparaciones inconclusas por todos lados. Arena y tierra inundando las pistas y veredas. Esas calles que parecía que nadie quería arreglar. No era difícil imaginar que los limeños ya se estaban acostumbrando a convivir en ellas. Era algo que se estaba convirtiendo en parte del paisaje surrealista y cotidiano para los habitantes de la capital.
— ¡Pziiiiiirrt! — Un pitazo de policía sonó fuerte e hizo que Andrés se distrajera de sus pensamientos.
— ¡’Tamare! …¿Y ahora que quieren? — pensó él, sin mostrar gran fastidio por la situación. Andrés detuvo su auto a unos metros delante del vetusto auto policial y esperó con una expresión tranquila y relajada.
— Buenas noches, caballero, ¿Me permite sus documentos? — Un gordo y bigotudo policía, con voz ronca se le había acercado por la ventana del conductor.
— Buenas noches, jefe — respondió amablemente Andrés —…Claro, un momento, déjeme ver…— agregó mientras se inclinaba a buscar en la guantera del auto. Cogió unos papeles y se los entregó al policía.
— Este cojudo ya se jodió conmigo, ni crea que le voy a dar un centavo. — Pensó Andrés.
El policía vio los papeles, los chequeo uno por uno y luego le dijo en tono amable.
— Salga un momento del auto, caballero —
Andrés obedeció la orden, y salió muy tranquilamente. El policía caminó hasta la parte posterior haciendo como que verificaba la placa, tomó nota de algo y luego le pidió que le mostrara la maletera. Andrés lo hizo muy serenamente sin decir una palabra. El policía hizo como que miraba cada rincón buscando algo, y luego agregó
—Ya gracias, puede cerrarla. —
Andrés lo hizo, y en seguida ambos caminaron nuevamente hacia el frente del auto.
— Dígame, ¿Tiene permiso para andar con lunas polarizadas? —
— Mire jefe, estas lunas no son polarizadas son oscuras, pero no polarizadas, así que no necesitan permiso…— Estaba argumentando Andrés cuando el policía lo interrumpió.
— No caballero, todas las lunas oscuras tienen que tener una autorización y si usted no lo tiene va a tener que sacar el permiso. Pero yo no puedo dejar pasar esta infracción. Espere un momento, voy a verificar unos datos — El policía se acercó a su patrullero que estaba a pocos metros, y conversó unos segundos con su compañero.
Andrés recostado en el lado de la puerta del conductor. Lo esperaba impávido, mirando a la nada, pensando —Ya sé cómo voy a joder a este gordo, que seguro quiere plata. —
Un par de minutos después volvió el policía.
— Mire caballero, ésta es una infracción grave y voy a tener que ponerle una papeleta. —
Andrés lo miró muy tranquilo e hizo una sonrisa de medio lado. El policía esperaba que le dijera algo, e se hizo como que iba a escribir en su talonario de papeletas y volvió a mirarlo como invitándolo a hablar, pero Andrés no dijo una sola palabra. Entonces el policía insistió.
— La papeleta es de doscientos soles y va a tener que acompañarme a la comisaría. —
Andrés otra vez con su sonrisa de medio lado le dijo,
—Está bien póngame la papeleta, y usted me indica a donde tengo que acompañarlo. Suba jefe— Le dijo Andrés mientras se subía de regreso a su auto.
El policía le hizo una seña a su compañero que lo observaba desde el auto policial, y luego se subió al asiento delantero, al lado de Andrés.
— ¿Por dónde es, jefe? — le dijo Andrés muy tranquilo.
—Miré, yo no lo quiero perjudicar porque esto le va a costar caro y va a tener que hacer trámites… — le decía el policía.
— Lo sé jefe, lo sé, sólo hágame la papeleta, y me indica por donde hay que ir— le dijo Andrés interrumpiéndolo en tono amable.
—Miré, hablemos como caballeros, porque veo que usted es todo un caballero, y…— Bajando un poco la voz agregó —…Esto que quede entre nosotross, usted sabe que no tenemos mucho presupuesto y tenemos que hacer recorrido toda la noche y a veces no nos alcanza para el combustible, bueno si usted nos apoya con algo para la gasolina podemos agradecerle dejándolo pasar sin problemas, pero eso sí, de todas maneras tiene que sacar su permiso para usar lunas polarizadas.
Andrés volvió a hacer su sonrisa de medio lado y le dijo,
— Y jefe, ¿a cuánto equivale ese apoyo? —
—Bueno, con cien soles nos puede ayudar mucho. — dijo el bigotudo policía en tono clandestino.
Otra vez la sonrisa de medio lado apareció en el rostro de Andrés,
—Sabe jefe no tengo plata en este momento, póngame la papeleta nomás— le dijo Andrés poniendo cara de chico serio.
—Ya, está bien, que sea cincuenta soles, para nuestras gaseosas aunque sea. La noche es larga y mi compañero y yo necesitaremos tomar algo. —
Andrés miró serenamente al policía,
—Mire jefe,… ¿Cuál es su nombre? — le dijo, mirando el apellido grabado en su chaqueta.
—Castro— respondió el policía al ver que ya le habían visto el apellido.
—Miré Castro, yo soy fiscal de la Corte Suprema de Justicia y le cuento que toda la conversación que hemos tenido la he grabado, así que yo tampoco quiero perjudicarlo... —Le dijo mientras le señalaba su bolsillo, como si en el tuviera una grabadora.
—Pero doctor— dijo el policía entre asustado y molesto - Yo le dije que esto quedaba entre caballeros…
—Si Castro, y si me dejas continuar mi camino, que tengo que ir a ver a mi madre que está muy enferma, esto queda entre caballeros. —
—Está bien doctor, lo dejamos ahí. Pero tiene que sacar su permiso porque sino va a tener problemas— decía el policía mientras dejaba los documentos de Andrés en el asiento e iba saliendo del auto.
—Gracias Castro, tendré muy en cuenta su consejo— le dijo Andrés muy serio y respetuoso, mientras por dentro se moría risa. Él era administrador de una compañía de autos y no tenía nada que ver con el Poder Judicial.
Apenas el policía hubo cerrado la puerta, Andrés encendió su coche y se internó nuevamente en la avenida. Mientras avanzaba buscó el CD de Gianmarco, ese que Galia le había regalado unos meses atrás y en el cual había una canción que a los dos les gustaba cantar cuando iban juntos, La media vuelta, la llamaba él, aunque en realidad tenía otro nombre. La canción empezó a sonar con su melodía suave, trayéndole a la memoria los buenos tiempos al lado de su novia.

Porque andas creyendo en otros
Esos que no quieren verme
A tu lado y sin razón de ser
Que andan diciendo mentiras
Para poder separarnos
Y arruinar este querer

La canción hizo una pausa y Andrés observó por el retrovisor. Los policías habían quedado ya muy atrás. Muy pocos autos se veían por la avenida, una muy ligera garúa empezaba a empañar el parabrisas.
—…Tengo que pensar en algo. Lo volveré a negar todo, le diré que son mentiras de alguna loca que quiere separarnos. Tantas locas que hay en esta ciudad. Cuantas no quisieran estar conmigo. Debo ser más convincente, como es posible que esta vez no me crea. Carajo, Galia tendrá que confiar en mí, si no, tendré que jugar mi papel de víctima por su desconfianza, eso ya me ha funcionado antes—pensaba Andrés volviendo a su previa y solitaria conversación consigo mismo.
Gianmarco seguía cantando y ahora sonaba el coro. Le subió el volumen al equipo mientras aceleraba más el auto. Acompañó la canción con su voz, cantando fuerte…

Hasta que vuelvas conmigo
No daré la media vuelta
Hasta que tú te des cuenta
Que la vida doy contigo
Que también te equivocaste
El culpable es el cariño
— ¡Qué carajo!, voy a verla ahora, en el camino se me ocurrirá algún buen argumento— se dijo y dio media vuelta rumbó a San Isidro, iba a buscar a Galia.
La infidelidad en la que había caído no podía malograr su imagen. Quería recuperar a su novia más por orgullo que por amor. Debía mantener la buena reputación que había tenido hasta entonces, para él una buena imagen era muy importante, aun cuando tuviera que mentir y ocultar cosas para lograrlo. No estaba muy seguro si la amaba, tenía muchas dudas de su amor hacia Galia. Pero si la relación debía terminarse debería ser él quien dé el primer paso. No pasaba por su mente que una chica terminara con él y menos por una situación como la que estaba viviendo. Las ideas le revoloteaban la cabeza mientras seguía manejando.
— ¡Cojudo, me la quiere hacer a mí! — pensó de pronto, escapándose de sus preocupaciones de amores. Y seguidamente volvió a soltar su característica risa de medio lado, pero esta vez más amplia.
— ¡Cojudo policía!, con qué carajo lo iba a grabar si no tengo con qué… ¡Qué imbécil! — pensó mientras miraba por el retrovisor y sonreía, y ésta vez su sonrisa de medio lado se transformó en una gran carcajada.

15 abril 2012

"DESDE LA AZOTEA"


Era mediodía de un invierno que ya se despedía. El sol en todo su esplendor hacía sentir el suave calor de sus rayos verticales cayendo tímidos sobre la ciudad. Los primeros días de Septiembre habían empezado, trayendo consigo un airecito fresco que andaba susurrante entre las grises calles y avenidas, revoloteando las hojas y desechos que encontraba a su paso.

Recostado en el muro frontal de la azotea de su casa, José Ignacio, miraba la calle contemplando todo lo que en ella sucedía. Por momentos su mente volaba y se perdía en sus preocupaciones. En esos días algo importante rondaba por su cabeza. Ese año terminaría el colegio y debía tomar una decisión sobre lo que haría el resto de su vida. Él sabía que debía ir a la universidad, pero aún no tenía claro que carrera iba a seguir. Esa era una decisión difícil para un chico de quince años. José Ignacio tenía tantas opciones en la cabeza, quería hacer tantas cosas, que a veces pensaba que ni una vida, o quizás ni dos, le alcanzaría para lograr todos sus sueños. La indecisión marcaba sus pensamientos por esos días.
Su familia había alquilado no hace mucho un segundo piso y la azotea de una casa en una urbanización de clase media. Aún no tenía amigos en el vecindario y apenas había hecho algunas amistades en el colegio pues con la mudanza también llegó el cambio de colegio.
La azotea se había convertido en su punto de descanso y meditación durante esos días. Desde allí podía divisar toda la avenida. Observaba la gente y los autos pasar mientras se refugiaba en sus pensamientos. Desde allí también podía ver el cielo cerúleo y el deambular del sol a través de la tarde. Pero ese día algo inesperado cambio su vida. En la acera de al frente, al otro lado del sardinel de la avenida, un suceso le llamó la atención. Un pequeño perro se había puesto a ladrar frenéticamente a una jovencita vestida de uniforme que se quedó paralizada por la repentina acción del can. El evento no duró mucho pues a los pocos segundos un señor alto y gordo salió de una de las casas y llamó al perro, el cual dejó de ladrar y se metió corriendo a su casa.
José Ignacio se quedó mirando a la adolescente, ella continuó su camino por la avenida. Su andar cadencioso le llamó la atención. Ella notó que alguien la miraba y alzó la vista. Sus miradas se encontraron, José Ignacio se sintió descubierto. Se avergonzó, sintió como le hervía el rostro, se puso rojo. Rápidamente volteó la cara hacia otro lado. Tomó aire lentamente, exhaló de la misma manera y la volvió a mirar. Y otra vez las miradas se encontraron. Ella bajó el rostro y continuó caminando. Se notó un ligero rubor en sus mejillas. Pasó frente a él, se detuvo un segundo al borde de la vereda, observó a ambos lados de la avenida, dejó que pasaran un par de autos y cruzó la pista casi corriendo. Una vez que llegó a la otra acera caminó unos metros y se detuvo delante de un moderno edificio de departamentos, a dos puertas de la casa de José Ignacio. Él desde lo alto no había dejado de mirarla, observaba suspirando cada detalle de ella: tenía una figura delgada, con piernas largas, curvas suaves y bonitas que se dibujaban en el suave vaivén de su vestido gris de uniforme de colegio. Su tez era clara, tenía cabellera negra y lacia que llevaba recogida por un lazo blanco lo cual le hacía lucir su cuello delgado y firme como una pequeña torre suavemente moldeada. José Ignacio no le quitó los ojos de encima ni un segundo mientras ella esperaba que le abrieran la puerta. De pronto la chica de uniforme volteó y levantó por última vez la mirada, ésta vez una pequeña sonrisa nació de su rostro y luego ingresó al edificio.
—Es la sonrisa más bella que he visto en mi vida… —pensó José Ignacio, dejando escapar un largo suspiro.
A partir de esa tarde José Ignacio empezó a pararse casi a la misma hora en la azotea esperando ver pasar a la chica del edificio. Ella aparecía siempre por el mismo camino y más o menos a la misma hora de la tarde. Él se paraba allí, practicaba su mejor sonrisa, trataba de que el viento no lo despeinara, practicaba su mejor mirada y la esperaba. El corazón le palpitaba más a prisa cuando a lo lejos lograba divisar su silueta. La reconocía a dos cuadras de distancia, su figura y su caminar eran inconfundibles. Todas las tardes la observaba desde la azotea. Ella recorría la avenida, pasaba frente a él, lo miraba, le sonreía, cruzaba la pista y luego ingresaba al edificio. Siempre la misma rutina y el mismo encuentro de miradas y sonrisas. Él era feliz con sólo verla pasar.
Pero ese encuentro de miradas no duro mucho. Sus clases en la academia pre-universitaria empezaron al poco tiempo, y él ya no tuvo mucho tiempo para poder esperarla pasar. Cada vez que podía hacia lo posible por estar unos minutos en la azotea. Mientras se alistaba, se peinaba o se terminaba de vestir, corría, se paraba un momento a observar la avenida y regresaba a seguir con su rutina. Cuando bajaba por las escaleras de su casa rumbo a clases, rogaba y cruzaba los dedos pidiendo poder verla aunque sea un segundo. Pero sus deseos no fueron cumplidos. Durante ese tiempo sin verla él había pensado mucho en ella. Extrañaba mucho sus encuentros de miradas y su hermosa sonrisa.
Ella también comenzó a extrañarlo. Mientras caminaba rumbo a su casa, siempre se detenía un momento frente a la azotea donde José Ignacio solía pararse con la esperanza de verlo, y al no encontrarlo caminaba resignada a casa.
Pasadas unas semanas, la academia preuniversitaria suspendió las clases por unos días. José Ignacio se puso feliz cuando le comunicaron eso, podía aprovechar esas pequeñas vacaciones para volver a verla. El primer día de descanso llegó emocionado del colegio y volvió a su antigua rutina, salió a esperarla. El sol quemaba suave y un viento furioso azotaba los cordeles de ropa aquella tarde. Él la espero por más de una hora, pero ella no pasó por allí. Aquella tarde él salió de su casa y cruzó a la bodega de enfrente. Allí se detuvo a comprar una gaseosa y a observar el edificio donde ella vivía. Tenía la esperanza de verla asomarse por la ventana de su departamento, pero no consiguió nada ese día.
Al día siguiente estaba otra vez esperándola en el mismo lugar de siempre. Esa día había decidido hacer algo para que se conocieran, no sabía aún que sería lo que haría, pero algo haría. No paso mucho, antes de poder distinguirla aparecer a lo lejos. Su caminar era inconfundible. Ella también lo distinguió a lo lejos, y de rato en rato lo miraba mientras se acercaba. Cuando pasó frente a él, lo miró fugazmente y le sonrió. Él la miró fijamente y puso en sus ojos toda la ternura que pudo haber sacado de su interior. Él pensó en bajar a verla antes de que ingrese a su casa pero la timidez le inundó los huesos y lo paralizó. Ella cruzó la avenida y se dispuso a tocar el timbre de su edificio. Parada allí, esperando que abran la puerta ella volteó a mirarlo. Él no le había quitado los ojos de encima desde que la vio a lo lejos. La puerta del edificio se abrió. Ella dio un paso para ingresar, pero un segundo después retrocedió, lo miró y le dijo algo. José Ignacio se quedó absorto por un instante, luego reaccionó. No entendía lo que ella decía. Él le dijo, ¡No te escucho!, y ella volvió a hablar. Parecía que le estaba preguntando su nombre. José Ignacio, emocionado como estaba, decidió bajar a verla, le hizo un gesto con la mano para que lo espere. …¡Voy a bajar!, le dijo. José Ignacio cruzó corriendo la azotea. Bajo raudamente las escaleras, abrió apresurado la reja del frontis, caminó tan rápido como pudo fuera de la casa, pero se detuvo dos metros después. Tomó aire, se peinó rápidamente y caminó con paso firme, raudo pero calmado hacia el edificio. Ella estaba allí en la puerta, con su mochila negra, sus ojos tiernos y su bella sonrisa, esperándolo.
—…Hola —dijo José Ignacio.
—…Hola —respondió ella.
—…perdón, no entendía lo que me decías —sonrió él.
—Te preguntaba cómo te llamas —le dijo ella.
—Me llamo José Ignacio, pero puedes decirme José si te parece más fácil, y tú, ¿cómo te llamas?
—Karla,...y puedes decirme… Karla —sonrió—,… ¡ah!, Karla con “K” ― aclaró ella.
—Hola,…Karla con “K” —sonrió él—. Estudias en el Belén, ¿verdad?
—Si, ¿y tú?
—Yo en el Liceo, el que está acá a la vuelta.
—Claro, conozco, tengo unos amigos ahí…
—Ayer no te vi pasar.
—Es que salimos temprano del cole. Era cumple de la monja y ellas se fueron a celebrar. Bien por nosotras. —Dijo sonriendo, —Pero, yo ya no te visto en las últimas semanas. ¿Dónde te habías metido?- agregó.
—Ah, es que ahora estoy estudiando todas las tardes en la “Pre.” Tú sabes, hay que prepararse bien si quieres ingresar a la “Nacional.” Lo malo es que ya no me da tiempo para hacer más cosas. Llego del cole, almuerzo veloz, luego a cambiarme y a salir volando…
José Ignacio había soñado tantas veces con ese día, y tuvo que ser ella quien dio el primer paso, aunque eso a él no le importaba. Sólo le importaba que estuvieran frente a frente, no a la distancia como cuando la veía desde la azotea, sino como en ese momento, muy cerca uno del otro. Ahora podía sentir su aroma, podía escuchar su voz, podía contemplar su sonrisa de cerca. Las miradas de los chicos brillaban de la emoción. Quien hubiera podido verlos en esa escena se hubiera dado cuenta de que un sentimiento profundo nacía de esas miradas. El mundo desapareció unos minutos para ellos. Disfrutaban de aquel encuentro que tantos días habían esperado.
La conversación duró poco rato, pues una voz femenina que habló por el intercomunicador, los hizo despedirse.
—¡Karla, ya sube! —dijo alguien.
—¡Uy! es mi mamá, me tengo que ir. Te veo otro día, ven a verme en las tardes, departamento 302 —le dijo ella, luego le dio un beso en la mejilla y subió corriendo.
José Ignacio se quedó un momento parado en la puerta del edificio, sintiendo la suavidad de sus labios en su mejilla. Sentía como si en ese momento una música celestial estuviera inundando sus venas y esta hiciera que su corazón palpite de felicidad. El claxon de los carros en la avenida lo hicieron despertar de esa fuga de conciencia. Respiró profundo, miró hacia el tercer piso y luego dio media vuelta hacia su casa. Estaba feliz, por fin la había conocido, por fin le había hablado, y en ese momento pensó, De cerca su sonrisa es más bella aún.
Al día siguiente la visitó y quedaron para que el sábado de esa semana salieran a pasear. Esa tarde, José Ignacio fue a verla. Pasaron un par de horas recorriendo las calles y parques de la urbanización acompañados por el crepúsculo multicolor del cielo vespertino de primavera. Disfrutaron mucho ese tiempo juntos, hablando sobre su vida, sus sueños y bromeando y jugueteando de rato en rato. En un momento en que se detuvieron frente a un parque, él le robo una pequeña rosa al jardín y se la regalo haciendo un gesto de reverencia, como el que se hace a una princesa, a lo que ella sonrió y le dijo, Estas loco, sabes.
            Se vieron algunos días más. Fueron unos encuentros fugaces. Se encontraban en la tienda de enfrente, él le compraba unos chocolates y luego la acompañaba hasta la puerta del edificio donde conversaban unos minutos, y después de una larga despedida donde nadie quería soltar la mano del otro, cada quien iba a su casa.
Días más tarde a José Ignacio se le hizo difícil poder verla. Era casi fin de año, y él estaba ocupado con las actividades de la promoción, con los exámenes, con los quehaceres y trabajos finales del colegio y sumado a eso, tenía además la “Pre”, que le quitaba hasta los fines de semana. Pasaron varios días hasta que pudo volver a buscarla. Un viernes por la tarde fue a su departamento. Había decidido pedirle que sea su pareja de promoción. Tenía planeado que en ése día de fiesta le pediría que sea su enamorada. José Ignacio tocó el timbre de su departamento. Nadie respondió. Volvió a tocar y nada. Pensó que quizás habían salido y decidió volver más tarde. Regresó una hora después, tocó, y nada, no contestaban. Ya se estaba haciendo de noche, así que cruzó la pista, quería ver si había alguna luz prendida que diera indicios de que alguien estuviera allí.
José Ignacio miró hacia el departamento de Karla pero no pudo distinguir nada. El departamento se veía vació. Ya no estaban las cortinas que siempre se veían, ni la lámpara, ni los cuadros de acuarela que siempre estaban cerca de la ventana del departamento. José Ignacio cruzó a la bodega y le preguntó al viejito que allí atendía si sabía que había pasado con su amiga. Él le conto que un par de días atrás había visto un camión de mudanzas llegar y llevar las cosas del departamento de la chica. Además que las vio, a ella y a su mamá, hablar con los chicos de la mudanza antes de tomar un taxi y partir cargando unas maletas.
Unas semanas atrás, Karla le había mencionado que se mudaría a vivir a otro sitio, pero que aún no tenían decidida la fecha, ni el lugar a donde irían. Él no pensó que eso ocurriría tan pronto, y menos sin que ella se despidiera. Aquella noche la tristeza y la desilusión invadieron su alma. El no entendía porque ella se había ido sin decirle nada. Esa noche él lloró en silencio por haberla perdido.
Una semana antes, Karla se había asomado por la ventana de su departamento y vio a José Ignacio abrazado de una chica. Ella los siguió con la mirada hasta que ellos cruzaron la calle y se perdieron entre los árboles de la avenida. Luego con tristeza y mucha rabia en sus ojos Karla caminó hasta su habitación, entró iracunda en ella y cerró la puerta de golpe. José Ignacio jamás se enteró de eso. Ese día él había estado acompañando a su prima al paradero del autobús.
Los meses siguientes, José Ignacio, entró de lleno a la “Pre”, tenía que estudiar mañana y tarde, y estudiar fuerte si quería ingresar en el examen de admisión que ya se acercaba. En clases muchas veces se extraviaba mirando a la nada, pensando en ella. En su cuaderno había escrito y borroneado mil veces su nombre. Cuando no estaba en clases o cuando salía de ellas, José Ignacio vagaba por las calles, buscándola en cada jirón por el que andaba, en cada avenida, en cada plazuela, en cada parque, en cada esquina, en cada restaurant, en cada tienda, miraba los micros presintiendo que ahí la iba a encontrar, miraba los taxis, miraba las ventanas de los edificios esperando ver su silueta en alguna de ellas. Se sentía tan triste sin tenerla cerca, se sentía tan triste sintiendo que la había perdido.
A él también le llegó el tiempo de la mudanza. Su familia había decidido buscar un departamento más barato. El último día en la casa, luego de embalar todas las cosas para la mudanza, subió por última vez a la azotea. Ya era tarde, el sol se ocultaba en el horizonte, la noche empezaba a llegar, y el viento soplaba fuerte. José Ignacio se sentó sobre el muro desde donde tantas veces la vio sonreír caminando de regreso del colegio.
—Su sonrisa era la sonrisa más bella del mundo —se dijo para sí, recordándola, lanzando un profundo suspiro al viento.
Encendió un cigarrillo que había subido a escondidas, miró hacia el lugar donde por primera vez la vio parada, asustada por aquel perro; soltó una torpe bocanada de humo, recordó la rosa que le había regalado y sonrió tristemente. Volvió a mirar nostálgicamente la avenida, miró el edificio, quiso gritar con todas sus fuerzas llamando su nombre desde esa fría azotea. Pero algo lo contuvo, bajó la cabeza, dijo su nombre en silencio apretando los dientes, y soltó una lágrima.
Al día siguiente la casa estaba vacía, y desde lo alto de ella, impulsada por un fuerte y arremolinado viento, una colilla de cigarrillo salía volando atravesando la avenida, pasó sobre la cabeza de una chica vestida de uniforme que miraba nostálgicamente la azotea, y se perdió en la ciudad.

17 marzo 2012

“REENCUENTRO DE OTOÑO”

         Una vieja canción que sonaba en la radio del taxi, transportó a Antonio en el tiempo, haciéndole recordar que cuando era pequeño esa canción y muchas más de aquella época, esa de la del rock en español de los ochenta, eran la fascinación de él y de sus amigos. Solía sacar su radio a la puerta de su casa y se ponían a escuchar los casetes que cada quien traía. Enanitos Verdes, Hombres G, Hit, Los Prisioneros, los infaltables Soda Stereo y tantos otros que habían marcado esos años de su paso de la infancia a la adolescencia. Época de los primeros amores y de las primeras citas. Época de las primeras salidas con los amigos a las fiestas y discotecas, donde cada uno soñaba con ser mayor para hacer tantas cosas que aún se les estaba negado, cosas que anhelaban impacientes hacer. 
Los niños siempre soñando ser mayores y los mayores siempre anhelando volver a ser niños. Muchos perdemos el corazón inocente y alegre de nuestros primeros años de vida y nos volcamos a la vida adulta a portarnos como hombres serios, hombres con responsabilidades, hombres que viven tan apurados el día a día olvidándose de que las cosas sencillas pueden ser tan importantes. Cuanto necesitamos a veces pensar y sentir como niños. Pensar como “El Principito” de Saint Exupéry, pensar que una rosa puede perfumar nuestro mundo, pensar que lo esencial es invisible a los ojos.
            El taxi había ingresado al centro de la ciudad, a las estrechas calles del centro histórico, donde la congestión de esa hora hacía lenta la marcha de los autos. La noche había empezado a llegar hace poco rato. Era día de luna llena, mejor dicho era noche de luna llena. Eso había visto Antonio antes de salir de su casa aquella tarde. A él le gustaban las noches de luna llena, de luna grande e iluminada, de luna misteriosa. Cuando tiempo atrás había hecho el intento de escribir algún poema ella, la luna, aquel astro ceniciento y mágico siempre resultaba metida en alguno de sus versos, y es que ella era una de sus fuentes de inspiración. Luna llena tiempo de amantes, Luna llena inspiración para el alma, Luna llena que has visto lo que nadie más vio, Luna llena que fuiste testigo y cómplice de la locura que esos dos chicos volvían a repetir por última vez antes del viaje que en unas horas más los volvería a separar.

            Las miradas se cruzaban dentro del asiento trasero del auto amarillo, las manos se tocaban y se acariciaban suavemente. Si el amor y el deseo se pudieran respirar estos hubieran estado a punto de sofocarlos por la abundancia que podía brotar de sus miradas, de sus caricias. Se acercaba la hora de la despedida y ninguno quería decir una palabra más, querían estirar el tiempo, zambullirse en él y nadar hasta la orilla del destino que habían soñado. Un destino que sólo era posible en sus sueños, pero sabían que la realidad a la que se acercaban se los iba a arrancar tan abruptamente sin que ellos pudieran hacer nada. Sólo verían con tristeza como poco a poco irían desapareciendo las ilusiones tras la faz de la vida verdadera. 
           Por unos minutos se miraron en silencio, luego ella dijo:
            Las despedidas son tristes,… pero se que te volveré a ver…
         Déjame estar unos minutos más contigo, vamos, déjame invitarte un cafele dijo él, queriendo retenerla unos minutos más en su vida.
           No, Antonio, lo siento, mi tiempo se acaba, ya falta poco para el viaje. Mis maletas, mis padres, mis hermanas, tengo aún muchas cosas que hacer y sólo me quedan tres horas antes de partir.
          —Dame sólo diez minutos más, ellos te han visto tantos días y yo sólo he podido tenerte un par de noches. Dame unos cuantos minutos más —insistía él, poniendo toda su voluntad y esperanza en esas palabras.
            La marcha seguía lenta dentro de las calles estrechas del centro de la ciudad. En la radio sonaba la música de la época en que Antonio se sintió enamorado por primera vez. Apenas tenía diez años cuando eso pasó, pero estaba tan ilusionado que pensaba que ni cien años le alcanzarían para brindar todo lo tan bello que sentía por aquella niña de los ojos café. Ese amor de niño en camino a la adolescencia, ese amor que sólo fue de los platónicos, ese amor que surgió entre juegos y bailes de marinera. Jugando a las escondidas, él siempre buscaba ocultarse donde ella lo hacía. Ese amor a quien le robó un beso detrás de aquel cuarto oscuro bajo las escaleras de su vieja casa donde se escondieron para no ser “ampayados” y del cual, él, sólo recibió un empujón por el atrevimiento de tocarle los labio. Era un niño, pero cómo la quería. Ese amor que terminó cuando ella se fue, sin él enterarse ni cuando, ni a donde, sólo se fue. Ese amor al que él, después de dos años de que ella se hubo ido, seguía fiel. Cada tarde después del colegio pasaba por la puerta de su casa soñando que algún día regresaría. Cuando le llegó la adolescencia, él casi había olvidado a la niña de los ojos café, aunque nunca dejaba de pasar por lo menos una vez al mes por su casa. Quizás algún día vuelva, pensaba ya con resignación.
La música de los ochenta lo acompañaba también esta vez en el último viaje que hacía con ella, con su amor platónico de la adolescencia. Ese amor que le había hecho olvidar definitivamente a la niña de los ojos café. Ese amor que había desplazado a tantos otros amores reales y platónicos que había tenido en su vida. Ese amor que había durado más de quince años. Quince años de sueños. Sueños que una madrugada de Abril se volvieron, de una manera muy singular, realidad. Sueño del que ahora tenía que despertar, sueño de dos días de otoño.
         —En el primer semáforo en rojo me bajo. Suéltame, por favor, y ya no me mires así que sino no me iré nunca, no me hagas más difícil el separarme de ti —le dijo ella con voz suave, con voz de no querer dejarlo, con voz de querer quedarse a su lado.
           —No quisiera te vayas nunca ¿Porqué, si apenas te tengo, ya te voy a perder?, ¡No es justo! —le dijo él, mirándola como si con el hecho de sólo poner sus ojos sobre ella pudiera detenerla, pudiera hacerla parte de sí.
            —Ya no me mires así, déjame ir, eres un tonto, tú tienes la culpa por escribirme esas cosas, tú tienes la culpa por mirarme así y despertar este sentimiento inexplicable que ahora siento por ti.
            El semáforo se puso en rojo, y él atrayendo su mirada para que no viera la luz del farol de transito, la luz que haría que se vaya una vez más de su vida, le dijo:
            —Sólo te escribía lo que sentía, lo que he tenido guardado tanto tiempo esperando éste momento que siento ahora como un sueño. —Él se refería a las cartas, las benditas cartas que él le había escrito en los últimos meses al saber que ella volvería a la ciudad y con las cuales había hecho encender ese amor con el que Antonio había soñado tantas noches de su adolescencia. Cartas que la enamoraron, que la ilusionaron. Cartas con las que se sintió amada de una manera tan especial como nunca antes lo había sentido. Esas cartas que habían provocado aquel reencuentro de dos días.
            El semáforo cambió a verde justo en el momento en que ella lo miraba.
            —Ésta en rojo —dijo ella queriendo bajar del auto.
            —No, ya no. Lo estaba. Quédate unos minutos más a mi lado —le dijo él, tomándole suavemente de la mano, reteniéndola unos segundos más.
            El taxi volteó la esquina. Ella se quedó en silencio un minuto, mirando a la nada, se soltó discretamente de su mano y volvió a mirarlo. El taxi anduvo lentamente unos metros frente al Colegio Central, pero otra vez la congestión vehicular de esa hora hizo que se detenga la marcha. Antonio miró impaciente la larga fila de autos que estaba delante de ellos, de pronto, ella abrió la puerta y se bajó presurosa en un rápido movimiento que a él no le dio tiempo de reaccionar. Ella caminó rápidamente hacia la vereda y se perdió entre la multitud. Antonio la siguió unos segundos con la mirada pero luego desapareció de su vista. Él quiso bajarse del auto, pero se arrepintió. Tenía que dejarla ir, eso era lo que debía pasar. La vida de ambos debía seguir, debían volver a su realidad. 
         La congestión había terminado. El taxi avanzó, siguió su camino hacia la casa de Antonio. Desconcierto, tristeza, rabia, y muchos sentimientos más se apoderaron de su rostro que, desencajado por la abrupta partida, sólo atinaba a tratar de jalar una sonrisa que no pudo lograr. La tristeza era tan fuerte, tan fuerte, otra vez se había ido de su lado, otra vez sin despedirse como cuando se fue de su vida siendo aún adolescentes.
            Su celular sonó. Un suspiro brotó de la profundidad de su ser. Sacó el aparato. Era un mensaje de ella: “No puedo despedirme de ti, otra vez pasó, es difícil decirte adiós, sólo te pido no te tardes. Te estaré esperando. Prometiste que nos volveríamos a ver. Te dejo un beso que dure un año, se que antes de ese tiempo te volveré a ver. Espero que sepas lo que desde ahora significas para mí.” Antonio leyó otras quince veces más el mensaje, una sonrisa triste salía de su rostro y se estrellaba con la noche. El taxi llegó a su destino. Antonio ya no oía la música del auto, ya no oía al mundo, solo oía su voz suave, la que le dijo tantas cosas bellas en aquella madrugada de locura y pasión, en aquella tarde de despedida. Sacó instintivamente cinco soles de su bolsillo y se los dio al taxista, caminó hacía la entrada de su casa sintiéndose parte de un mundo que no era el real, de un mundo que construyeron a escondidas, de un mundo que fue tan lindo y tan fugaz, de un mundo que en ese instante finalmente desapareció y se fue a vivir en el fondo de sus esperanzas, ha esperar ser reconstruido nuevamente algún día.
            Horas antes, Antonio, estuvo parado esperándola salir de su casa. La esperó lejos, nadie debía verlos. Era un amor clandestino, un amor que el mundo no conocía, ni debía, ni tenia porque conocer. Era un amor sólo de ellos. Sólo ellos conocían su historia, sólo ellos rompieron los miedos y las reglas y se atrevieron a amar sin importarles el mundo, sin importarles que apenas se habían visto dos días luego de tantos años de lejanía. Luego de tantos años de que él la amara en silencio a lo lejos y luego de algunos meses en que ella empezó a soñarlo, a recordarlo y amarlo a través de las cartas que él le enviaba semanalmente.
            Antonio no la vio llegar esa tarde. Ella se acercó por detrás, y con una sonrisa le dijo, Hola, ¿cómo estás?, y, Hola, ¿cómo estás?, fue la respuesta que oyó de él. Caminaron un poco, y fueron por unos minutos como dos adolescentes enamorados y tímidos en su primera cita, apenas podían hablarse. Él le preguntó más de una vez lo mismo, y ella que siempre hablaba tanto, apenas si podía conversar. Dos cuadras más allá aún seguían en su actitud de adolescentes enamorados y tímidos.
         —¿Qué nos pasa?, ¿cuántos años tenemos?, tenemos treinta años, no debemos comportarnos así —dijo ella.
          —Tienes razón, qué carajo nos pasa —dijo él en tono suave y sonriente.
            Luego se adelantó unos pasos, se paró frente de ella y le robó un beso en medio de la avenida, delante de los autos, delante de la gente, delante de la vida que otra vez los había reunido. Una mirada profunda siguió al beso, luego otra vez el silencio. Dos pasos más allá volvieron a conversar.
           —Estaba triste anoche por eso te llamé, me sentía sola a pesar de la compañía de mis primas, pedí una jarra de cerveza y les dije que ésa era sólo para mi, que no me molestaran, me senté a alcoholizarme, a odiarlo por haberme engañado, a odiar los minutos y días fingidos de tener una buena relación, éramos la pareja feliz delante de todos, mientras yo sabía que todo se estaba desmoronando. Tantos años perdidos con él, con alguien que no tiene la valentía de poder decir ya no te quiero. Yo le dije que si había otra persona que me lo dijera, que entendería que quizás él no puede esperar tanto tiempo estando sólo, manteniendo una relación a la distancia, pero lo negó, a pesar de todos los indicios que se veían, lo negó. Por eso estaba alcoholizándome. Y pensé en ti, recordé como me miraste aquella vez en el café, en nuestro primer día de reencuentro después de tantos años. Recordé como se me escarapeló la piel cuando tu mirada profunda llegó hasta algún punto que no pude controlar. Casi nadie ha logrado que baje la mirada de esa manera, casi nadie ha hecho sentirme como me sentí contigo aquella mañana. Por eso te llamé, ves eres un tonto, porqué me hiciste sentir eso, porqué me hiciste soñar de nuevo, porqué dejaste que te vaya a ver a las tres de la mañana, porqué me amaste de esa manera hasta el amanecer…
            La caminata por la avenida continuaba y él no pudo aguantar más y le dijo:
            —Perdóname.
            Y ella mirándolo con extrañeza le preguntó:
            —¿Perdonarte, porqué?
           —Porque sé que no te gusta que te dé un beso en la calle, pero lo volveré a hacer.
            Y volvió a besarla nuevamente en la avenida, delante del día. Antes de que fuera noche de luna llena, antes de volver a amarse clandestinamente.