Recuerdo el día que mi maestra tuvo que partir. Fue
un momento muy triste para mí. Ella había sido tan diferente al resto de
maestros que tuve en mis tiempos de colegial. Tenía tanto cariño para darnos,
cada clase era una experiencia nueva para nosotros. A pesar de que era algo
seria, y cuando nos portábamos mal nos caía nuestros reglazos. También se daba
tiempo para sentarse con cada uno de nosotros a conversar, y a aconsejarnos
como una madre lo hace con sus hijos. Además tenía una sonrisa linda que nos
contagiaba a todos, y una voz suave con las que nos enseñaba muchas canciones.
Pero el año escolar ya había terminado y ella tenía que ir a otra escuela. Yo sabía
que ella ya no volvería más a ese pueblo lejano de la sierra donde había pasado
dos años trabajando, enseñándonos con tanta dedicación no solo las materias de
los libros, sino a ver la vida de una manera distinta.
Cuando llegó se la veía tan frágil y joven, con
ese cuerpo delgado y ligero que la hacía lucir como si caminara llevada por la
brisa de la mañana. Pero desde que empezó a trabajar empezó a cambiar nuestras
vidas. La escuela donde estudiábamos era una casona vieja y descuidada. No era
un buen lugar para que pudiéramos estudiar, pero ya nos habíamos acostumbrado a
eso. No había
carpetas donde sentarnos así que teníamos que traer banquitos o algunas
maderas de nuestras casas para poder tener un lugar donde sentarnos y escuchar
clases. Algunos de nosotros teníamos que cargar con nuestras improvisadas
carpetas desde muy lejos pues la mayoría de las casas estaban esparcidas en
medio de la montaña entre las plantaciones y las estribaciones de la zona.
Era una escuela de un solo maestro, el cual él
mismo enseñaba a los tres primeros grados de primaria. Muchos de nosotros éramos
niños grandes entre ocho a doce años. Todos juntos en el único salón que esa casa
tenía en regulares condiciones para ser usada para la enseñanza. Los maestros
anteriores llegaban y poco a poco se iban acostumbrando a esa situación, nadie
nunca hizo nada por cambiar eso, sólo se quejaban de las malas condiciones en
que tenían que trabajar. Mi maestra nunca se quejó, quizás alguna vez dijo algo
por la indiferencia de las autoridades pero no era de las que se quejaba como
los otros. En cambio ella decidió hacer algo.
Desde el primer día que llegó empezó a trabajar
con los pobladores para cambiar la escuela. Y a pesar de la resistencia de
algunas personas que creían que no se necesitaba una escuela para unos chicos
que al final terminarían sembrando en los campos de sus padres o algún patrón,
ella logró convencer a la mayoría para poner en marcha la transformación de la
vieja escuela. Tuvo que viajar muchas veces hasta la capital para lograr tener
un pequeño presupuesto para empezar con los trabajos. Aunque sabía que lo
conseguido no alcanzaría para mucho. Así que organizó a los pobladores para
ayudar en lo necesario. Muchos de ellos ayudaron a traer abajo las viejas
paredes y construir las bases de la nueva. El alcalde del pueblo les ayudó con
algunos materiales de construcción, y Don Genaro Quispe, el hombre con más dinero en el pueblo, puso la madera para que
se hicieran las nuevas carpetas. Ella logró conseguir un carpintero para que
las armara, y algunos de padres y pobladores ayudaron en el pulido y el pintado.
No fue fácil lograr todo eso, por cada cosa que se
necesitaba ella tuvo que movilizarse y tocar muchas puertas. Era de las que no
se daba por vencida. Siempre amablemente insistente en sus propósitos. Con la visión
de lograr lo mejor para sus niños, dándoles la oportunidad de estudiar en las
condiciones adecuadas, en condiciones dignas, como ella decía. No por ser
pobres se tiene que aceptar vivir en condiciones deplorables, pensaba. Ella
misma había vivido la pobreza cuando era niña. Muchas veces tuvo que pasar vergüenza
yendo a la escuela sin zapatos, mientras sus demás compañeras llevaban zapatos
nuevos. Pero esas situaciones que había pasado en la vida le habían dado la
fortaleza y determinación para superarse, para no quedarse sumergida en la
pobreza en que había vivido. Sino que decidió salir adelante, estudiar y
convertirse en maestra. No solo una maestra que enseñara unos cursos, sino una
que pudiera cambiar el destino de sus alumnos a través de sus enseñanzas y
consejos, a través de su ejemplo.
Al final de año la escuela había sido totalmente
remodelada, ahora parecía una escuela de verdad. Un pequeño pero agradable
lugar donde estudiar. Tenía pizarra nueva y carpetas de madera, lo que nos
aliviaba el tener que caminar horas cargando nuestros banquitos por las laderas
de la montaña. Había logrado traer muchas láminas con los héroes de la
historia, y otras con las partes del cuerpo humano. Esa ya no era la triste,
vieja y abandonada escuela que siempre había conocido. Ella lo había transformado
todo. Pero no sólo logró cambiar las paredes de esa antigua edificación sino
que también nos enseñó a trabajar juntos, a perseverar para lograr nuestras metas
y sueños. Nos dio ese deseo de querer ser más en la vida, de lograr grandes
cosas a pesar de ser de origen pobre.
Con los años mi pueblo pequeño se convirtió en un
poblado más grande donde muchas familias llegaban para que sus hijos pudieran
estudiar. Poco a poco la escuela fue creciendo y pronto se crearon los demás
grados de primaria y mandaron más maestros, pero eso ella ya no lo vio. Yo fui
enviado por mi padre a estudiar secundaria en la capital de la provincia, y de allí
me mudé a la costa a seguir mis estudios de leyes.
Hace unos años atrás volví a encontrar a mi
maestra, habían pasado más de treinta años desde que ella me había enseñado,
pero la reconocí de inmediato mientras caminaba por la calle. Me acerqué casi corriendo,
profesora Rosa, profesora Rosa, le dije algo agitado. Ella volteó y me miró
tratando de reconocerme, hurgando entre sus recuerdos los rostros de los tantos
niños que habían pasado por su vida, pero no pudo identificarme. Soy Mariano
Suarez, me recuerda profesora, le dije entonces. Ella dejó de fruncir el rostro,
esbozó una gran sonrisa de emoción y me dio un gran abrazo. Claro que me
acuerdo de ti Marianito, como has cambiado, me dijo mirándome casi orgullosa, allí
vestido de traje y corbata. Yo solo sonreí, quería agradecerle todo lo que había
hecho por nosotros, por mí, por mi pueblo, pero en ese instante solo le dije,
que gusto volver a verla maestra. Ella sonrió, y aún algo emocionada me empezó a
preguntar por los niños que habían estudiado conmigo, preguntó por la escuela,
por mis padres. Yo empecé a contarle un poco de todo mientras caminábamos despacio
por las calles de la ciudad.