28 diciembre 2013

MI MAESTRA



Recuerdo el día que mi maestra tuvo que partir. Fue un momento muy triste para mí. Ella había sido tan diferente al resto de maestros que tuve en mis tiempos de colegial. Tenía tanto cariño para darnos, cada clase era una experiencia nueva para nosotros. A pesar de que era algo seria, y cuando nos portábamos mal nos caía nuestros reglazos. También se daba tiempo para sentarse con cada uno de nosotros a conversar, y a aconsejarnos como una madre lo hace con sus hijos. Además tenía una sonrisa linda que nos contagiaba a todos, y una voz suave con las que nos enseñaba muchas canciones. Pero el año escolar ya había terminado y ella tenía que ir a otra escuela. Yo sabía que ella ya no volvería más a ese pueblo lejano de la sierra donde había pasado dos años trabajando, enseñándonos con tanta dedicación no solo las materias de los libros, sino a ver la vida de una manera distinta.
Cuando llegó se la veía tan frágil y joven, con ese cuerpo delgado y ligero que la hacía lucir como si caminara llevada por la brisa de la mañana. Pero desde que empezó a trabajar empezó a cambiar nuestras vidas. La escuela donde estudiábamos era una casona vieja y descuidada. No era un buen lugar para que pudiéramos estudiar, pero ya nos habíamos acostumbrado a eso. No había
carpetas donde sentarnos así que teníamos que traer banquitos o algunas maderas de nuestras casas para poder tener un lugar donde sentarnos y escuchar clases. Algunos de nosotros teníamos que cargar con nuestras improvisadas carpetas desde muy lejos pues la mayoría de las casas estaban esparcidas en medio de la montaña entre las plantaciones y las estribaciones de la zona.
Era una escuela de un solo maestro, el cual él mismo enseñaba a los tres primeros grados de primaria. Muchos de nosotros éramos niños grandes entre ocho a doce años. Todos juntos en el único salón que esa casa tenía en regulares condiciones para ser usada para la enseñanza. Los maestros anteriores llegaban y poco a poco se iban acostumbrando a esa situación, nadie nunca hizo nada por cambiar eso, sólo se quejaban de las malas condiciones en que tenían que trabajar. Mi maestra nunca se quejó, quizás alguna vez dijo algo por la indiferencia de las autoridades pero no era de las que se quejaba como los otros. En cambio ella decidió hacer algo.
Desde el primer día que llegó empezó a trabajar con los pobladores para cambiar la escuela. Y a pesar de la resistencia de algunas personas que creían que no se necesitaba una escuela para unos chicos que al final terminarían sembrando en los campos de sus padres o algún patrón, ella logró convencer a la mayoría para poner en marcha la transformación de la vieja escuela. Tuvo que viajar muchas veces hasta la capital para lograr tener un pequeño presupuesto para empezar con los trabajos. Aunque sabía que lo conseguido no alcanzaría para mucho. Así que organizó a los pobladores para ayudar en lo necesario. Muchos de ellos ayudaron a traer abajo las viejas paredes y construir las bases de la nueva. El alcalde del pueblo les ayudó con algunos materiales de construcción, y Don Genaro Quispe, el hombre con más dinero en el pueblo, puso la madera para que se hicieran las nuevas carpetas. Ella logró conseguir un carpintero para que las armara, y algunos de padres y pobladores ayudaron en el pulido y el pintado.
No fue fácil lograr todo eso, por cada cosa que se necesitaba ella tuvo que movilizarse y tocar muchas puertas. Era de las que no se daba por vencida. Siempre amablemente insistente en sus propósitos. Con la visión de lograr lo mejor para sus niños, dándoles la oportunidad de estudiar en las condiciones adecuadas, en condiciones dignas, como ella decía. No por ser pobres se tiene que aceptar vivir en condiciones deplorables, pensaba. Ella misma había vivido la pobreza cuando era niña. Muchas veces tuvo que pasar vergüenza yendo a la escuela sin zapatos, mientras sus demás compañeras llevaban zapatos nuevos. Pero esas situaciones que había pasado en la vida le habían dado la fortaleza y determinación para superarse, para no quedarse sumergida en la pobreza en que había vivido. Sino que decidió salir adelante, estudiar y convertirse en maestra. No solo una maestra que enseñara unos cursos, sino una que pudiera cambiar el destino de sus alumnos a través de sus enseñanzas y consejos, a través de su ejemplo.
Al final de año la escuela había sido totalmente remodelada, ahora parecía una escuela de verdad. Un pequeño pero agradable lugar donde estudiar. Tenía pizarra nueva y carpetas de madera, lo que nos aliviaba el tener que caminar horas cargando nuestros banquitos por las laderas de la montaña. Había logrado traer muchas láminas con los héroes de la historia, y otras con las partes del cuerpo humano. Esa ya no era la triste, vieja y abandonada escuela que siempre había conocido. Ella lo había transformado todo. Pero no sólo logró cambiar las paredes de esa antigua edificación sino que también nos enseñó a trabajar juntos, a perseverar para lograr nuestras metas y sueños. Nos dio ese deseo de querer ser más en la vida, de lograr grandes cosas a pesar de ser de origen pobre.
Con los años mi pueblo pequeño se convirtió en un poblado más grande donde muchas familias llegaban para que sus hijos pudieran estudiar. Poco a poco la escuela fue creciendo y pronto se crearon los demás grados de primaria y mandaron más maestros, pero eso ella ya no lo vio. Yo fui enviado por mi padre a estudiar secundaria en la capital de la provincia, y de allí me mudé a la costa a seguir mis estudios de leyes.
Hace unos años atrás volví a encontrar a mi maestra, habían pasado más de treinta años desde que ella me había enseñado, pero la reconocí de inmediato mientras caminaba por la calle. Me acerqué casi corriendo, profesora Rosa, profesora Rosa, le dije algo agitado. Ella volteó y me miró tratando de reconocerme, hurgando entre sus recuerdos los rostros de los tantos niños que habían pasado por su vida, pero no pudo identificarme. Soy Mariano Suarez, me recuerda profesora, le dije entonces. Ella dejó de fruncir el rostro, esbozó una gran sonrisa de emoción y me dio un gran abrazo. Claro que me acuerdo de ti Marianito, como has cambiado, me dijo mirándome casi orgullosa, allí vestido de traje y corbata. Yo solo sonreí, quería agradecerle todo lo que había hecho por nosotros, por mí, por mi pueblo, pero en ese instante solo le dije, que gusto volver a verla maestra. Ella sonrió, y aún algo emocionada me empezó a preguntar por los niños que habían estudiado conmigo, preguntó por la escuela, por mis padres. Yo empecé a contarle un poco de todo mientras caminábamos despacio por las calles de la ciudad.

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